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De las muchas y complejas facetas que presenta el problema de la inmigración, la relativa a la concesión del estatuto de refugiado es una de las menos conocidas, de las que menos se habla, pero que tiene no obstante un carácter muy significativo en tanto que pone de relieve el grado de «generosidad social» del país receptor. Y en este sentido hay que decir que España es un país muy poco generoso.

Si nos remitimos a los datos del pasado año, de 7.423 solicitudes presentadas tan sólo se concedieron 346, es decir, apenas el 5% de la demanda. Un fenómeno éste que es ya común en la mayoría de países europeos -excepción hecha de Holanda- pero que en el caso español resulta especialmente decepcionante si tenemos en cuenta que tiempo atrás, tras la guerra civil y durante buena parte del franquismo, muchos españoles obtuvieron asilo en distintas naciones de éste y otros continentes.

La Alta Comisaría de la ONU para los Refugiados (ACNUR) define con claridad al refugiado, como aquella persona que está fuera de su país de origen y no puede retornar a causa de un temor fundado de persecución, debido a su raza, religión, nacionalidad, opinión política o pertenencia a determinado grupo social. No puede dejar de sorprender que los escasos estatutos de asilo concedidos por nuestro país raramente lo sean a ciudadanos del Africa subsahariana, a pesar de los múltiples conflictos que tienen como escenario esa área.

Admitimos como refugiados a iraquís, afganos, colombianos, cubanos o armenios, pero muy pocas veces a ciudadanos del continente que más sufre y más convulsión social y política padece. Semejante falta de solidaridad ocasiona unos perjuicios de considerable importancia a los afectados. Razones tanto humanitarias, como de pura oportunidad política, harían recomendable que la próspera España de hoy variara en su criterio al respecto y devolviera el trato histórico que recibió en el pasado. El prestigio de una nación también se engrandece merced a estas políticas.