La Iglesia Católica se ha situado en el centro de la polémica en
los últimos días. Una de las razones que hemos conocido hace poco
tiempo es la inversión de fondos en la agencia de valores
Gescartera, objeto de investigación a causa de múltiples
irregularidades. El asunto que se plantea es si es moralmente
aceptable que obispados, congregaciones y colegios religiosos
realicen inversiones en chiringuitos financieros buscando un
enriquecimiento rápido. Realmente, no parece lo más razonable que
el dinero que procede de los creyentes sea destinado a tales
menesteres.
Una cosa es rentabilizar éste para que no pierda valor durante
el tiempo que no es utilizado en las obras sociales y en las tareas
propias de la Iglesia y otra cosa muy distinta realizar inversiones
especulativas. Por otro lado, resulta lamentable que hayan sido
excluidas tres profesoras de religión a causa de sus peculiares
conductas particulares (por no ir a misa, por tomar copas, por
casarse con un divorciado... ). Y tampoco se pueden aducir
argumentos tan peregrinos como el del obispo auxiliar de Valencia,
que aseguraba que el objetivo de los profesores de religión es
«alcanzar la santidad».
Aun admitiendo que esta materia es sumamente especial y parece
lógico que quienes la imparten tengan un comportamiento acorde con
aquello que enseñan, la jerarquía eclesiástica, y sobre todo
algunos obispos de marcado talante conservador, debería, de acuerdo
con el tiempo en el que vivimos, adoptar posiciones de una mayor
tolerancia y evolucionar en muchos sentidos. Todo ello sin olvidar
en ningún momento que si bien la elección de los profesores le
corresponde, es el Estado quien corre con todos los gastos. Y el
Estado somos todos los ciudadanos, creyentes o no.
No es positivo que la Iglesia sea el centro de atención por
decisiones o actuaciones polémicas que en nada favorecen su imagen
y que impiden valorar adecuadamente todas aquellas otras acciones
que realmente sí redundan en beneficio de la sociedad en la que
está inmersa.
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