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Desde ayer martes "quizá el martes más «negro» de la Historia" el mundo ha entrado en una nueva era. La masacre terrorista contra objetivos vitales de Estados Unidos "las torres gemelas de Manhattan y la sede del poder militar de aquel país" ha marcado a sangre y fuego un antes y un después en el curso de la Historia. Norteamérica nunca había sufrido un ataque exterior desde su independencia y ha tenido que ser el terrorismo internacional, seguramente de signo islamista, y no un ejército extranjero el que llevara el terror y la muerte hasta el mismo corazón de la nación más poderosa del planeta, hoy sumida en la estupefacción y enfrentada al inmediato deber de enterrar a tantos muertos que ni siquiera han podido ser aún contados.

Paralelamente, el resto del mundo asiste anodadado a unos hechos que van a cambiar la Historia. Más allá de las consecuencias inmediatas "máxima alerta en aeropuertos y embajadas, desplome del dólar y subida fulgurante del petróleo y el oro" y más allá incluso de la solidaridad de las naciones democráticas con los Estados Unidos, quienes tienen la responsabilidad de garantizar el progreso y la convivencia universales saben que ya nada será igual. Las consecuencias de tan gravísimos sucesos trascenderán incluso a la lógica y esperada reacción de la Casa Blanca.

Los dirigentes democráticos del mundo, que ayer mostraron su asombro y su solidaridad, deberán empezar mañana mismo a descifrar las claves de un orden internacional capaz de conjurar el apocalipsis terrorista. Los viejos esquemas procedentes del tratado de Washington ya no sirven, porque hoy el enemigo es otro y puede golpear mortalmente el corazón del país más poderoso del mundo en unos pocos minutos. El reto estriba en diseñar una política global contra el terrorismo que nos proteja a todos.