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La cumbre que la Liga Àrabe está celebrando en Beirut tiene escasas posibilidades de llegar a algún acuerdo que permita avances significativos en el proceso de paz de Oriente Medio, hoy por hoy, en estado latente. La ausencia de Yaser Arafat, por las restricciones impuestas para su viaje por el primer ministro israelí, Ariel Sharon; así como la del presidente egipcio, Hosni Mubarak, restan capacidad a la reunión, que se ha quedado con la única fuerza de la propuesta de Arabia Saudí, defendida como base de diálogo por la Unión Europea (UE). Y, por si algo faltara, el presidente libanés prohibía la intervención por videoconferencia de Arafat, ante el temor a que los israelíes «pudieran interrumpir su discurso», lo que motivó el abandono de la cumbre por parte de la delegación palestina. Este cúmulo de despropósitos hace albergar escasas esperanzas de que esta cumbre pueda dar algunos frutos por lo que respecta al conflicto de Oriente Medio, en el que es preciso más que nunca el diálogo.

Bien es cierto que la actitud de Sharon, impasible a la presión internacional e, incluso, a la de su eterno aliado, los Estados Unidos, hace casi imposible una negociación más que necesaria en un momento en el que los integristas islámicos palestinos están campando a sus anchas y llevando a cabo atentados suicidas a diestro y siniestro, como el salvaje y bárbaro de ayer en Netania, mientras el Ejército israelí sigue con sus «acciones de castigo», en las que, por desgracia, muchas víctimas son civiles que nada tienen que ver con los terroristas. Ante estas circunstancias, la cumbre de Beirut, en la que se habían fijado muchas miradas, se antoja como un ejercicio de resultados inciertos, para el que antes hubiera sido necesario limar muchas asperezas que, actualmente, son como un mal crónico.