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El Gobierno israelí ha decidido poner fin al sitio al que tenía sometido al líder palestino, Yaser Arafat, que ha podido ver la luz del día por primera vez en casi cinco meses que ha permanecido oculto en su búnker mientras bombas y balas explotaban a su alrededor. El panorama que el envejecido Arafat ha encontrado a su salida ha sido parecido al infierno. Ha visitado el hospital, lleno de mutilados, las fosas comunes, los edificios destruidos... una esperanza "la de conseguir un Estado propio" convertida en escombros. Y aún le queda lo peor, pues ha mostrado su decisión de visitar Jenín o lo que queda de ella.

Su pueblo le ha acogido con vítores, pero tampoco se ha librado de algunas críticas, de quienes ven en la liberación de Arafat un «humillante acuerdo» con sus enemigos acérrimos, pues ha accedido a entregar a seis terroristas "cuatro de ellos acusados de asesinar al ministro israelí de Turismo en octubre pasado" a la custodia internacional a cambio de su libertad y hay incluso quien habla de «traición».

A todo esto, el presidente norteamericano, George Bush, se niega a recibir al líder palestino alegando que no le merece confianza, cuando, por contra, está encantado de reunirse con Ariel Sharon, el jefe del Gobierno judío que se ha saltado a la torera todas y cada una de las resoluciones de la ONU y todos los acuerdos de paz firmados anteriormente para procurar la paz en la región.

Con actitudes así el avance en el proceso de pacificación o normalización es casi imposible. Diecinueve meses de Intifada, atentados salvajes y represalias brutales han dejado un rastro demasiado pesado, difícil de dejar a un lado para mirar al futuro. Sólo los esfuerzos de todos los mediadores internacionales pueden ahora imponer el sentido común para, al menos, sentar a las partes enfrentadas a una misma mesa.