Como era de esperar y afortunadamente, Jacques Chirac fue
reelegido presidente de la República francesa y, además, con una
aplastante mayoría, obteniendo el ultraderechista Jean Marie Le Pen
un bajo porcentaje de los sufragios, en una jornada que contó con
una participación significativamente más elevada que la de la
primera vuelta.
La primera lectura que hay que extraer de lo acontecido ayer es
que la mayoría de los ciudadanos franceses, pese a su desencanto,
reaccionaron frente a la posibilidad de que Le Pen reviviera
fantasmas de un pasado del que no quieren ni acordarse, y acudieron
a las urnas para evitar a toda costa una victoria de la
ultraderecha. También ha resultado fundamental en el desenlace de
los comicios presidenciales el hecho de que todas las formaciones
de izquierda, como mal menor, optaron por pedir a sus electores que
votaran al neogaullista Chirac en la segunda vuelta electoral
celebrada ayer.
No obstante, conviene reflexionar sobre el auge experimentado en
algunos países de Europa por los partidos de extrema derecha, que
responde, principalmente, al desencanto por las actuaciones de los
partidos tradicionales y por los escándalos de corrupción que les
han salpicado. Si bien es verdad que, por el momento, se trata de
una presencia minoritaria, el susto del que ha sido protagonista Le
Pen en Francia, desplazando al socialista Jospin y eliminándole de
la guerra por la Presidencia de la República, debería servir para
que los partidos tradicionales de derecha e izquierda europeos
pongan coto a ciertas prácticas y sepan ilusionar al electorado y a
los ciudadanos con iniciativas y actuaciones que redunden en
beneficio de todos. Sólo de este modo casos como el de Le Pen
serían una anécdota histórica.
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