El PSOE vivió casi catorce años de gloria, incontestado en las
urnas, durante los cuales el líder indiscutible, único "no en vano
le apodaban «Dios»" y por mucho tiempo irremplazable fue Felipe
González. A lo largo de todas esas legislaturas fueron cayendo
amigos y colaboradores, señalados por el dedo de la acusación en
escándalos de toda índole, pero él siempre salió ileso. Hasta que
otro líder indiscutible, José María Aznar, aglutinando a políticos
de diversas tendencias bajo unas mismas siglas, consiguió
arrebatarle el sillón en la cúpula del poder de este país y Felipe
decidió abandonar para siempre la palestra, dejando paso a otros
nombres y otras caras.
Como suele ocurrirles a los dioses que han vivido el crepúsculo
de su reinado, a González le costó aceptar que no era
imprescindible, que todo seguía rodando sin él y que otro
secretario general ocuparía su sitio. Más cuando el que se sentó en
su sillón vacío no era el 'delfín' que él habría querido.
José Luis Rodríguez Zapatero lleva ya bastante tiempo al frente
de un partido con ganas de salir adelante, empujando proyectos que
traten de ilusionar a un electorado desencantado.
En este contexto, las polémicas declaraciones de González "o la
interpretación que la prensa hizo de ellas, como él ha querido
después suavizar" vienen a colocar una piedrecita en el camino de
Zapatero hacia el poder. «Aún tiene que demostrar que tiene un
proyecto con contenidos e ideas», le espetó, tranquilamente,
mientras presentaban un libro titulado «El relevo», que es
precisamente lo que tenían que haber hecho hace mucho tiempo:
relevarse. Porque una de las premisas imprescindibles para que un
partido consiga arrastrar votos es contar con un liderazgo claro,
una cabeza visible con la que identificarse. Algo que el PP
resolvió justo a tiempo y que en el PSOE parece todavía una
asignatura pendiente.
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