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Balears vuelve a plantearse sus problemas de financiación, un asunto que colea desde hace años y que tiene una causa muy clara de difícil modificación: la leyenda de la renta per cápita en el Archipiélago. Si nos atenemos a los datos que proporcionan las estadísticas, y los políticos responsables del Gobierno lo hacen, nuestras Islas gozan de un nivel de vida envidiable. No porque el común de la ciudadanía disponga de rentas superiores a las de otras regiones, sino porque las características de la economía balear propician la concentración de grandes capitales en pocas manos, lo que, lógicamente, tergiversa las estadísticas.

Pero en base a esos datos, los Gobiernos han ido modelando su relación financiera con las distintas autonomías de forma que las que arrastran fama de pobres -Extremadura y Andalucía, sobre todo- se han llevado siempre grandes recursos del Estado, mientras que las ricas -como la nuestra- han de contentarse con las migas.

¿El resultado? Las autoridades autonómicas se ven atadas de pies y manos a la hora de financiar los proyectos necesarios para la comunidad y la única salida que encuentran es aumentar la presión fiscal para que ese común de la ciudadanía que no goza de grandes rentas tenga que apechugar con el gasto general de toda una comunidad pobre en recursos. Será difícil combatir ese modelo. Se basa, dicen, en la solidaridad regional. Y eso es bueno si resultan beneficiados los habitantes más pobres de cada región y se fomentan planes para salir de esa pobreza, pero no a ciegas, sino con datos fiables en la mano. En Balears no somos todos ricos, ni mucho menos. Y hoy, con la avalancha de inmigrantes y el consecuente aumento de la población, las circunstancias también han cambiado.