El conflicto bélico que se desarrolla en Irak está demostrando
lo que es una guerra, lejos de la imagen que se ha querido dar en
un principio como si se tratara de una operación quirúrgica con
intervenciones medidas y precisas. Ya no sólo se trata de los mal
llamados «daños colaterales», expresión que se popularizó en la
anterior guerra del Golfo. Las víctimas civiles existen y la
tragedia de los desplazados y refugiados, pese a que aún no ha
alcanzado las proporciones de 1991, es una evidencia.
Pero tal vez lo que más ha conmocionado a la opinión pública de
los países aliados han sido las imágenes de los soldados de EEUU
capturados por las tropas de Sadam mostradas por la cadena de
televisión iraquí, por cierto no emitidas en Norteamérica. Y, por
supuesto, los cadáveres presumiblemente también de soldados
estadounidenses.
El conflicto, que inicialmente debía ser breve en el tiempo,
puede prolongarse, a juzgar por la resistencia con la que se están
encontrando las tropas aliadas en prácticamente todas las grandes
ciudades del país. Y eso también está comenzando a pasar
factura.
Por si a este desolador mapa algo le faltara, sumemos a ello no
sólo los militares británicos y norteamericanos muertos en combate,
sino además los que han sido víctimas de accidentes o de «fuego
amigo» (una irónica expresión para denominar una fatalidad
trágica).
Y, mientras, en todo el mundo continúan las manifestaciones y
las movilizaciones para que se detenga la guerra, una guerra que
jamás debió comenzar y que ahora es muy difícil parar. En muchos
lugares se comienza a hablar ya de la vietnamización del conflicto
y eso a los norteamericanos les duele especialmente, pero la
Administración Bush, por desgracia, había decidido hace meses su
estrategia.
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