La primera decisión adoptada por el recién estrenado Gobierno
socialista ha sido cumplir una promesa electoral y un compromiso
adoptado hace meses: anunciar la retirada inmediata de los soldados
españoles desplegados en Irak. Once millones de votos respaldan esa
decisión y, lo que quizá es todavía más importante, la palabra dada
por el presidente a los españoles.
Por eso, de entrada hay que acoger con satisfacción esa orden
emitida desde La Moncloa, porque supone el cumplimiento de lo
prometido. Luego habrá que ver cuáles son las consecuencias a medio
y largo plazo de esa determinación. Lo que está claro, en
principio, es que a los españoles les gusta poco la guerra y están
más tranquilos cuando nadie pone en peligro su vida ni amenaza la
de otros.
Por eso sorprende que en algunos medios de comunicación
internacionales, e incluso en algunos gobiernos extranjeros, se
critique con tanta fiereza la actitud de José Luis Rodríguez
Zapatero. En Italia, Berlusconi considera «irresponsable» la
decisión, y en Estados Unidos, el «Wall Street Journal», vocero de
la derecha republicana, tacha al presidente español de
«generalísimo».
Claro que, por contra, ya hay quien sigue nuestros pasos, como
Honduras, que fue involucrada en esta guerra por las presiones de
Aznar y sus ansias de participar en la aventura iraquí liderada por
su amigo Bush. De ahí que quizá muchos teman el efecto dominó que
la retirada española puede generar. Con efecto dominó o sin él,
España se ha limitado a ejercer su legítimo derecho a la soberanía
y a la toma de decisiones que afectan a su seguridad. La política
de defensa es competencia del Gobierno y como tal lo ha entendido
Zapatero. Que Estados más poderosos pataleen no debe señalarse más
que como anécdota, nunca como amenaza.
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