El último rifirrafe político es el intento de un diputado de ERC
de formular en el Congreso de los Diputados una pregunta en
catalán. Inmediatamente el presidente de la institución, Manuel
Marín, le cortó la intención recordándole, también en catalán, que
el único idioma permitido por el reglamento de la Cámara para
expresarse en ella es el castellano. Una incongruencia en un país
donde conviven con normalidad varios idiomas oficiales y en un
Parlamento que es la representación democrática de los habitantes
de todas las regiones de España.
Pero hoy por hoy las cosas están así, lo que demuestra que
tienen que cambiar. Sin traumas, sin prisas, porque no es una
cuestión de vida o muerte, pero sí tiene su importancia, al menos
simbólica. Especialmente si el Senado llega a convertirse en lo que
debe ser, una Cámara de representación territorial en la que cada
cual pueda hablar en el idioma que prefiera. Cuando ese cambio se
produzca, deberá hacerse extensible también al Congreso. Porque
cualquiera estará de acuerdo en que uno es muy libre de expresarse
en su lengua y está en pleno derecho a hacerlo, sobre todo cuando
la solución es tan sencilla como contar con un traductor de
catalán, euskera y galego.
Algo similar se produce en otros países de nuestro entorno, como
Bélgica, donde conviven varios idiomas, y nadie se escandaliza
porque los diputados procedentes de diversas regiones hagan uso
natural de su lengua materna. Es lógico, aunque todos comprendan el
idioma común, que uno prefiera el suyo propio.
Aquí, después de algunos años de fuertes tensiones
nacionalistas, todo tiende a exagerarse y por eso esta cuestión
debe abordarse con calma y sin presiones, pero con firmeza.
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