Todos tenemos clarísimo que fumar es peligroso para la salud y
que el tabaco -igual que el alcohol- no es más que una droga
socialmente aceptada. De ahí que, a priori, legislar para proteger
la salud de los ciudadanos debe ser acogido con agrado por la
ciudadanía. Pero en esto, como en todo, siempre resulta más
conveniente alcanzar un término medio razonable que satisfaga a
todas las partes enfrentadas, sin caer en el error de crear una
fuente de conflictos.
Porque lo primero a la hora de afrontar los problemas derivados
del tabaquismo debe ser la prevención: condenar al fumador al
ostracismo social y no por imposición legal, sino por pura lógica.
Una persona dispuesta a envenenarse poco a poco y, lo que es peor,
a envenenar a cuantos le rodean, debe encontrarse con la oposición
generalizada de los demás. Pero eso, hoy por hoy, no ocurre, y hay
que ver por qué. El tabaco -como el alcohol- se publicita
ampliamente y todavía goza de una imagen positiva, asociado siempre
al placer, al ocio e incluso a la elegancia. Ahí es donde hay que
atacar el problema.
Prohibir y multar el consumo de una sustancia a la que miles de
personas son adictas y cuya venta es legal resulta poco menos que
absurdo, a menos que la Administración ofrezca gratuitamente
métodos concienzudos de desintoxicación, algo poco probable si
tenemos en cuenta el desorbitado número de afectados. Adaptar las
empresas a las condiciones que impone esta ley autonómica -concebir
espacios reservados a los fumadores en toda clase de centros de
trabajo, incluso bares y restaurantes- conllevará un gasto
extraordinario que habrá que asumir privadamente. Quizá prohibir el
tabaco sea lo más idóneo para todos, pero debe hacerse con seny y
previendo las medidas adicionales necesarias para que el proceso no
sea traumático.
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