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Hace sólo unos meses, el Congreso norteamericano acogía con absoluta normalidad la presencia del presidente George Bush y de su antecesor, Bill Clinton, además de altos cargos y toda clase de testigos en un afán común por discernir qué pudo fallar en el sistema de seguridad norteamericano, que creíamos férreo, para que una tragedia como la del 11-S fuera posible.

Claro que los estadounidenses tienen un profundísimo sentido democrático y una enorme estima por la libertad de expresión y de comunicación.

Aquí no lo tenemos tan claro. La comisión de investigación del 11-M ha resucitado tras el verano ante el escándalo que se ha montado por el intento de darla por muerta prematuramente. La comisión sobrevive, pero habrá que ver en qué términos.

Por de pronto, los líderes de los partidos mayoritarios, PP y PSOE, se han puesto de acuerdo -en pocas ocasiones lo hacen- para evitar que el ex presidente José María Aznar, que entonces era el máximo responsable del Gobierno, comparezca ante los miembros de la comisión. Una postura absurda que casi nadie logra comprender, porque su testimonio resulta clave para entender qué pasó y cómo se reaccionó ante aquellos hechos terribles.

Quizá en nuestro país la idea de comparecer arrastre cierto deje de proceso, de juicio, de criminalidad. Nada más lejos. La ciudadanía, representada en el Parlamento, tiene derecho a conocer los pormenores de la actuación de las autoridades en los meses -incluso años- previos a la matanza, en las horas tremendas de aquella misma jornada y en días posteriores. Y, desde luego, además de la claridad informativa, esa información debe servir para establecer mecanismos que impidan que tengamos que sufrir otra situación similar.