Resulta desolador comprobar que el terrorismo nos golpea
directamente en el corazón cuando la sangre derramada casi nos
salpica, cuando las víctimas son personas como nosotros,
occidentales, modernos, trabajadores que acuden a su puesto por la
mañana en tren o personas que suben a un avión. En cambio si el
rostro de la víctima tiene otro color, los ojos achinados, el pelo
negro y profesa otra religión y vive de otro modo, en un país
lejano y envuelto en un mar de confusión, el dolor es otro,
amortiguado por el velo de la distancia y de la diferencia.
Es así, aunque nos cueste admitirlo, y lo es porque siempre el
amor y el rechazo crecen en intensidad a través de la cercanía, de
la identificación con el prójimo.
De ahí que la matanza del 11 de septiembre en Nueva York nos
golpeara con la fuerza de un huracán, de ahí que el 11 de marzo en
Madrid nos derribara el alma y de ahí que el otro día, en Londres,
estuviéramos un poco todos. Pero qué distinto se ve el paisaje
iraquí, un país asolado por el temor, que intenta en vano
levantarse del suelo.
Allí parece que la bomba, el tiro, la explosión y el terror son
el pan nuestro de cada día y la vida insignificante de un niño, de
muchos niños, no vale lo mismo que aquí. Porque el Gobierno
norteamericano se empeña en mostrar el lado positivo de lo que allí
está pasando y repite una y otra vez que Occidente está llevando la
democracia a lo que antaño era un país salvaje dominado por el
odio. Antes, en efecto, era una dictadura odiosa y ahora no sabemos
bien cuál es el sistema que allí impera, pero sí sabemos que su
leit motiv es todavía el odio.
Tanto que un soldado americano ofreciendo caramelos a los niños
se convierte en objetivo terrorista.
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