Son Sant Joan, de noche, parece más sucio. Apenas se oye nada. Sólo
algunos turistas despistados. La terminal parece un desierto con
dunas de basura. En el silencio todo se escucha mucho mejor. Desde
la entrada se pueden oír las conversaciones de unos treinta
trabajadores de la limpieza. Están a punto de entrar en su turno
después de tres días de huelga. Se les reconoce fácil. Ya no van
con ropa de calle, llevan el uniforme verde. «Nosotros no hemos
tirado nada, casi toda la porquería que hay en el suelo la han
echado los turistas», se le oía decir a una trabajadora a lo lejos.
Sus compañeras estaban sentadas. Resignadas. Había que volver a
fichar.
María Elvira no era de las más optimistas. «Es imposible limpiar
todo esto con la cantidad que somos, hoy hay más personal pero
normalmente somos cuatro gatos». Su amiga Julia, tampoco. «Nuestro
turno empezó la huelga, y ahora, el plato fuerte es para nosotros».
Un compañero suyo mostraba más indignación. «Como el jefe me
pregunte que cómo estoy, así, como si nada, le voy a decir: ¿De qué
vas?», sentenció. Pero la sangre no llegó al río por parte de los
trabajadores.
Las mopas, los cepillos y los guantes de goma se convirtieron a
medianoche en su mejor aliado. Todo volvía a la normalidad. Bueno,
casi todo. La actitud de los 'jefes', los que no habían hecho
huelga durante los tres días, no era la habitual. El encargado de
la noche llegó rápido. Estaba serio y daba órdenes mientras hablaba
por su 'walky-talky'. «Te he dicho que limpies el pasillo y no
esto», ordenó a una joven mientras barría. «Os he dicho que
empecéis por el fondo y no por aquí», recriminó esta misma persona
a otro grupo de limpiadoras mientras llenaban una bolsa de
basura.
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