Tres días después de la explosión de la bomba atómica de
Hiroshima, cuyas consecuencias aún no habían podido calibrarse en
toda su magnitud -murieron ese día y en días sucesivos 242.437
personas, todas ellas civiles-, el Ejército estadounidense, ansioso
por doblegar al enemigo japonés, lanzaba una segunda bomba sobre la
ciudad de Nagasaki, considerada la joya del Mar Interior. De forma
similar a lo ocurrido el 6 de agosto, 74.000 personas quedaron
inmediatamente carbonizadas en el acto, sufriendo temperaturas
insoportables, además de los efectos de la explosión. Otras 63.000
murieron en los días y semanas posteriores, víctimas de los efectos
de las radiaciones y las heridas sufridas.
Ahora estamos sesenta años por delante de aquellos episodios
infames y comprobamos con desazón que el mundo sigue siendo igual
de inseguro, o quizá más. La amenaza terrorista que nos acogota en
Occidente tiene su versión paralela en las guerras, las guerrillas
y las atrocidades que sufren millones de personas en países
subdesarrollados. Y sabemos que la proliferación de armas no
detendrá esa espiral, bien al contrario.
Por eso los protagonistas de los actos de conmemoración del
aniversario del desastre nuclear de Nagasaki han hecho un
llamamiento a todos los países, especialmente dirigido a Estados
Unidos, para que cumplan los compromisos de desarme nuclear
firmados hace años y que todavía están en el aire. Lejos de
hacerlo, la administación Bush conserva un arsenal con diez mil
armas nucleares. Y, además, se ciernen sobre el mundo nuevas
amenazas, como la de Irán, que retoma su programa nuclear, o Corea
del Norte, que también ha puesto en repetidas ocasiones sobre el
tapete la amenaza de estas poderosas armas. Sería fundamental, por
el bien de todos, conseguir acuerdos que permitan controlar y
eliminar el armamento de destrucción masiva. Es una tarea compleja,
pero no imposible.
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