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Después de haber dejado las costas catalanas y cuando el contador de kilómetros superaba los 540 recorridos de nuestro periplo turístico hasta Ayamonte, en la frontera de España con Portugal, el gasto en peaje ascendía a 33,58 euros, y tras haber soportado todo el calor soportable, por eso de tener durante todo el tiempo el sol de frente, que hacía casi inútil el sistema de aire acondicionado del coche, entramos en Peñíscola, en Castellón.

Benidorm marca la diferencia. No hallamos comparación con otro lugar turístico de la costa española. Al llegar a la zona, por la autopista A-7, de repente se observa la inconfundible imagen de la ciudad que están haciendo crecer más a lo alto que a lo ancho. Lo sabíamos y no nos sorprendió, pero esperábamos rechazarla de plano, aunque en seguida descubrimos cierto atractivo; posiblemente el atractivo de lo espectacular.

Desde lo alto de una loma urbanizada se puede ver el panorama con toda su magnitud, destacando la silueta del castillo, y el casco viejo intramuros, que es la imagen más característica. Se trata del castillo templario, construido entre 1294 y 1307, sobre los restos de la alcazaba árabe, monumento histórico artístico nacional, que fue refugio y sede pontificia del Papa Luna, don Pedro de Luna, que adoptó el nombre de Benedicto XIII. Ese lugar fue escenario de las películas «Calabuch», de Berlanga, y «El Cid», de Anthony Mann. Destaca la playa de 5 kilómetros de largo por 60 metros de ancho, que se prolonga por Benicarló hasta Vinarós, estableciendo una franja de arena de 16 kilómetros. Muy bien cuidada y con presencia constante de vigilancia.

Llaman la atención los toldos (10 euros al día) instalados en lugar de sombrillas, lo que le confiere un aire que recuerda los incipientes años del turismo, cuando los caballeros acudían a la playa elegantemente vestidos y cubiertos con sombrero de paja, y las señoras con ropaje suficiente para no escandalizar. La calidad de la arena mejora a medida que la franja se aproxima al castillo, y es de más grueso calibre a medida que se distancia.

La zona urbana moderna crece longitudinalmente a la playa, sin que los edificios que conforman la fachada marítima merezcan, en su conjunto, destacarse por su atractivo. No existe gran abundancia de hoteles, 22 en total, además de 5 aparhoteles y 15 hostales, residencias y pensiones, a los que hay que sumar los 10 campings disponibles. Es de agradecer la existencia de unos urinarios públicos en pleno paseo marítimo, cosa desconocida en Mallorca.

Accedimos a la ciudad por una vía repleta de coches, sin tener conciencia de hacia dónde debíamos dirigirnos. Al final penetramos por una calle comercial que nos llevó hacia el casco antiguo, como no, zona comercial. Circulando a una velocidad más lenta que la de algunos peatones, por fin llegamos a la playa de Poniente. Imposible estacionar. Circulación intensa, pero sin que nadie se altere lo más mínimo por aquella especie de caos. Más rascacielos. En el fondo, y a contraluz de la tarde, se levanta la imponente silueta del edificio del hotel Bali, de unos 50 pisos de altura, el hotel más alto de Europa, según se dice. Estamos en la Avenida de la Armada Española, en pleno «territorio nacional», por ser españoles la mayoría de turistas. La zona «internacional» y «caliente» se localiza en segunda línea de la playa de Levante, en el margen extremo más alejado del casco antiguo. Un lugar en el que no son raras las trifulcas entre jóvenes británicos e italianos.

Al llegar, son casi las ocho de la tarde y la playa, bandera azul, aún está muy concurrida de gente.

En todos los accesos hay cuatro duchas para los pies, además de las existentes para el cuerpo. La zona de las hamacas de alquiler está muy bien delimitada, dejando mucho espacio para los que acuden con su mobiliario particular. La limpieza y el orden es otra de las cosas destacables, además de la vigilancia. Las tumbones y sombrillas cuestan a 3 euros la pieza.

La playa queda a un nivel inferior, a unos tres o cuatro metros de la calzada de la Avenida. Los edificios forman una enorme y singular muralla. Es como Madrid, pero con playa. Al otro lado de la calzada, se extiende un estrecho paseo marítimo que más parece un balcón con balaustrada de molde por el que pasean señoras de Zamora y caballeros de Salamanca, es un decir. Casi todas las calles del casco antiguo son peatonales, lo que ha propiciado la creación de una zona comercial, con bares, tascas y restaurantes, siempre repleta de gente.

La animación, la «marcha» nocturna «civilizada» se concentra en la primera línea de la Avenida de Alcoi, en la playa de Levante. Llama la atención la decoración luminosa del paseo marítimo, compuesta por una kilométrica guirnalda de bombillas que puede llegar a inducir a pensar que se trata de la decoración navideña adelantada a su tiempo. Se trata de una kilométrica ristra de luz productora del máximo grado de contaminación lumínica que jamás hayamos observado en un lugar turístico. El sonido, mucho, de los locales que se multiplican a lo largo del paseo se entremezcla en la calle. Mientras, los ticketeros tratan de vender su producto entre la multitud bien vestida que llena la vía, al tiempo que deben estar al tanto por si se acerca alguna de las patrullas policiales que constantemente se dejan ver por la zona. A pesar del ruido y de que los locales están en los bajos de edificios de infinitas alturas, ni una sola pancarta reclamando silencio.