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Treinta y ocho años son muchos. Suficientes para el nacimiento de dos generaciones, para el arraigo y para la historia. Por eso el desalojo forzoso de ocho mil colonos judíos de los territorios ocupados en Gaza en 1967 constituye un hito histórico, pero también un drama personal y familiar para mucha gente. Los líderes palestinos celebraban ayer la orden dada por Ariel Sharón de sacar de Gaza a todos los hebreos que el propio Gobierno israelí colocó allí cuando le convino. Han pasado casi cuarenta años desde entonces y esas personas que contribuyeron a la expansión del Estado de Israel y que pagaron muchas veces con sangre la política colonizadora de su Gobierno han vivido allí, han crecido, se han casado, han tenido sus propios hijos, nacidos también en Gaza, y han enterrado en esa tierra a sus muertos. Por eso resulta fácil de comprender el dolor de esa gente que ahora se siente engañada, manipulada, por unas autoridades que, en realidad, arriesgan muy poco.

Para Israel desalojar Gaza es un mal menor. Son ocho mil personas, que serán realojadas con cierta comodidad en pocos días. El coste económico entra dentro de lo razonable y las consecuencias emocionales se pasan por alto fácilmente. Todo para dar pie a que los palestinos puedan sentarse en una mesa de negociación que permita a la región encontrar un camino hacia la paz. Olvidan tal vez que Palestina aplaude el gesto, reivindicado desde hace décadas, pero ya ha advertido que no abandonará la lucha armada hasta que los judíos se retiren también de Cisjordania y de Jerusalén Este. Y allí viven nada menos que 450.000 judíos, una cifra que impone respeto y que, con toda probabilidad, se convertirá en un obstáculo insalvable para dos rivales incapaces de hallar puntos de encuentro.