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De Eivissa viajamos a Menorca, eso sí pasando por Palma, ya que aunque parezca mentira no hay vuelos directos entre estas islas. Aterrizamos en el aeropuerto de Maó y, tras alquilar un coche, nos dirigimos hacia el hotel ubicado en es Castell, una pequeña población costera cerca de Maó, fundada por los británicos para alojar a los soldados. El hotel está bien, es modesto y sencillo, y supera con creces al que tuvimos en Eivissa y es mucho más barato. Y es que Menorca, pese a que en verano recibe muchas visitas, sigue manteniendo su condición de isla tranquila y no masificada.

Tras la jornada de playa, visitamos la naveta de Tudons, uno de los restos de cultura prehistórica más importantes de Menorca, que pertence a la Edad de Bronce y es famosa por su perfecto estado de conservación. Durante el verano se convierte en un juego de niños, ya que estos entran y salen, sin ningún respeto por el patrimonio, como si fuera una casita de juguete. De regreso a Maó, paramos en el paseo marítimo para cenar. Nada que ver con Eivissa. Silencio, sólo quebrantado por el sonido del mar y por las discretas conversaciones de los que transitan por la zona. «El'efant», un buen lugar para cenar, es un pequeño pero coqueto restaurante de comida vegetariana, barato para estar en el puerto de Maó, ciudad de la compras caras.

Ciutadella, antigua capital de la isla, presenta una belleza especial. La villa más señorial de Menorca encerrada entre murallas permanece celosa a su intimidad. Parece mentira que sólo a unos pocos kilómetros se encuentre la cuna del turismo, cala En Bosc. A pesar de ello, las urbanizaciones turísticas han sabido preservar la belleza de estos lugares. Menorca es también la isla de los contrastes; hay turismo familiar, afincado en esta zona de cala En Bosc y, el turismo nudista, repartido entre cala Galdana y cala En Carabó. En la playa d'Algaiarens, en plena val, los niños se pasean con conchas que han cogido del mar y las venden a los turistas a un precio de entre 10 y 20 céntimos.

Samantha Coquillat