Una autoridad policial de Nueva Orleans lo ha dicho con toda
claridad: «No existe absolutamente ninguna razón para quedarse
aquí, porque no hay trabajo, ni casas o establecimientos públicos a
los que ir, no hay electricidad ni conducciones de agua, no hay
nada». Y lo peor del asunto es que las más de 300.000 personas que
han abandonado la ciudad, gentes con bajos ingresos y pocos
recursos, no van a poder esperar el tiempo que precisa la región
para su reconstrucción.
Lo que podría determinar una migración de la población,
mayoritariamente negra, no tan sólo de Nueva Orleans sino de los
territorios devastados, hacia otras demarcaciones cambiando la
demografía de los lugares en los que se instale.
Hablando en plata, los Estados Unidos podrían enfrentarse ahora
a la mayor migración registrada en el país desde los años 40,
cuando la situación económica forzó a millones de ciudadanos negros
a abandonar sus hogares en el Sur para dirigirse en busca de la
supervivencia a ciudades septentrionales más ricas, como Nueva
York, Chicago o Detroit.
Todo ello podría causar un auténtico colapso en una nación que,
como se ha visto ahora, tiene unos programas sociales que dejan
bastante que desear. Estamos refiriéndonos a familias enteras que
buscarán trabajo, que deberán enviar a sus hijos a la escuela y que
tendrán necesidades sanitarias básicas. Y es muy dudoso que una
Administración como la actual, de la mano de un Bush no
excesivamente preocupado por estas cuestiones, pueda hacer frente a
un problema de semejante envergadura, hasta cierto punto mayor que
el de la financiación de una reconstrucción material de por sí
suficientemente gravosa.
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