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En demasiadas ocasiones los períodos de dictaduras en distintos países del mundo se cierran en falso con humillantes leyes que consagran el silencio y el perdón -o sea, la impunidad total- hacia quienes ejecutaron con frialdad y desprecio los crímenes más execrables. Y en muchos casos son entidades privadas, grupos de familiares de las víctimas o las propias víctimas quienes se ven forzados a llevar adelante una labor investigadora y divulgativa que intenta aclarar lo que pasó, sencillamente, para que no vuelva a ocurrir. Ese mismo empeño de buscar la justicia fue el resorte que condujo la larga y fructífera vida de Simon Wiesenthal, el famoso «cazanazis» que ayer dejó de respirar, a los 96 años, después de descubrir y entregar a las autoridades a más de un millar de criminales hitlerianos que habían logrado escapar tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, dejando tras de sí la espeluznante cifra de once millones de asesinatos.

A Wiesenthal sin duda le habrá producido satisfacción este logro, aunque nunca habrá podido mirar a los ojos a estos asesinos sin el dolor de ver en ellos la muerte de los 89 familiares que perdió en los campos de exterminio nazis donde él mismo y su esposa estuvieron confinados durante meses.

La suya ha sido una vida apasionante, de película, que ha constituido un ejemplo para millones de personas deseosas de ver el triunfo de la justicia, que no de la venganza, cuando el resto, la inmensa mayoría -también las autoridades- prefieren cerrar los ojos y pasar la página. Porque una etapa histórica como el nazismo, como cualquiera de las dictaduras que han pululado y aún proliferan por el mundo, no puede zanjarse sin un gran proceso que devuelva la dignidad a un país y la esperanza al resto de la humanidad.