L celebración de la Fiesta Nacional se vio ayer condicionada por
la polémica desatada en torno al proyecto de nuevo Estatut de
Catalunya. El desfile conmemorativo celebrado en el madrileño Paseo
de la Castellana contó con la presencia además de la Familia Real,
el Gobierno y el líder de la oposición, con la de todos los
presidentes autonómicos excepto el lehendakari Juan José Ibarretxe,
que nunca ha acudido a estos actos. Quien sí estuvo y concentró
todas las miradas fue el presidente de la Generalitat, Pasqual
Maragall.
Las posiciones en torno al proyecto catalán se han radicalizado
en exceso y van desde una línea de intransigencia de los
nacionalistas más radicales hasta el catastrofismo y el inmovilismo
de los conservadores del Partido Popular (PP). Pero en el seno del
mismo Partido Socialista Obrero Español (PSOE) se dan divergencias
más que notables en la idea de cómo afrontar la configuración del
Estado y, por ende, cómo encarar la reforma del Estatut.
Es evidente que la Constitución de 1978 no tiene por qué ser un
texto inamovible, sino que, ciertamente, debe evolucionar para
adaptarse a los tiempos y poder acoger mayores dosis de
autogobierno de las comunidades autónomas y una mejor financiación.
Incluso sin reformar la Carta Magna -para lo que sería necesario un
consenso aún mayor- debería ser posible una interpretación más
abierta del texto constitucional. Claro que para ello es preciso
sosegar los ánimos y reconducir la situación para poder alcanzar
acuerdos amplios que permitan avanzar. Y es preciso, además, que no
se produzcan agravios comparativos entre territorios del Estado. No
sería razonable ni justo otorgar privilegios a una comunidad a
costa de otra. El encaje de todo ello es sumamente complejo, pero
una vez abierto el debate es conveniente reducir la crispación e
intentar llegar a un acuerdo con el que todos los ciudadanos se
sientan a gusto.
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