Dos años después de que las tropas estadounidenses que
invadieron Irak localizaran al presidente del país, Sadam Husein,
escondido en un zulo en su pueblo natal, comenzó ayer en Bagdad el
esperado primer juicio contra el genocida, en esta ocasión por su
presunta responsabilidad en la matanza de decenas de chiítas
ocurrida en 1982. Quedan, pese a todo, muchas otras causas por las
que tendría que responder el ex dictador, a pesar de que no
reconoce la autoridad del tribunal que le juzga, establecido con la
tutela norteamericana.
De momento poco podremos saber, porque la jornada duró apenas
tres horas y el juicio fue aplazado hasta finales de noviembre,
aunque lo más probable es que ante la contundencia de los hechos,
Sadam Husein sea declarado culpable y condenado a morir en la
horca, pena prevista para los delitos de asesinato y tortura.
En un país dividido entre algunos partidarios del ex presidente
y una amplia mayoría de ciudadanos que tratan de olvidar el negro
pasado que Husein les obligó a vivir, lo cierto es que la presencia
estadounidense en las calles de las ciudades y pueblos iraquíes no
hace más que despertar recelos. Y esa misma desconfianza se ha
instalado entre quienes contemplan este proceso judicial casi como
una farsa, un circo mediático que otorgue a los intereses
americanos cierta credibilidad. Es comprensible. Sadam Husein
apareció «encarcelado» en una jaula que parecía dispuesta así para
dar un toque de espectacularidad a la retransmisión televisiva del
evento.
Al margen de todo ello, lo crucial en esta cuestión es que se
clarifiquen los terribles hechos que se juzgan aquí y muchos más
que, probablemente, jamás conoceremos en toda su crudeza.
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