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Octubre suele ser un mes difícil para el empleo en nuestro país, porque es cuando las zonas netamente turísticas echan el cierre dejando en la cola del Inem a miles de empleados. Por eso es lógico el aumento del número de desempleados en casi cuarenta mil personas, aunque no deja de resultar asombrosa y sangrante la cifra total de personas sin trabajo en nuestro país, que supera los dos millones. Una estadística que arrastra detrás muchos dramas personales y familiares y que se erige como una enorme muralla a la que ningún Gobierno, sea de la tendencia que sea, parece capaz de abrirle una brecha.

De hecho, durante los últimos doce meses las listas del Inem sólo se han reducido en 23.000 personas, con lo que, de seguir a este ritmo, tardaríamos un siglo en acabar con este problema, siempre que no se incorporara nadie más al mercado laboral. Es, pues, un asunto de la máxima trascendencia que no nos tomamos suficientemente en serio. Porque cada día se firman miles de contratos en este país, pero la inmensa mayoría -más del 90 por ciento- son temporales, muchos de apenas unos días de duración, lo que evidencia que la calidad del empleo que se crea es lamentable.

De ahí que sorprendan las sonrientes actitudes de los ministros de Economía, Pedro Solbes, y de Trabajo, Jesús Caldera, que encuentran la situación «positiva» porque la creación de empleo en España es mucho más intensa que en Europa. Eso, claramente, es cerrar los ojos a la realidad y despreciar el tremendo problema al que se enfrentan a diario millones de personas a las que la sociedad se muestra incapaz de proporcionarles un trabajo estable y, por ende, se les priva de desarrollar una vida plena.