La noticia -al menos para mí- no es buena. Como me han cancelado
el vuelo de regreso, me tengo que buscar la vida. Estoy en Playa
del Carmen, a una hora de Cancún, a cinco de Mérida y a 24 de
México DF. Me acerco a la terminal del bus de línea, pregunto y,
para las 12.15 -dentro de dos horas- no hay plaza, me dice el de la
taquilla. Le ofrezco una propina de cincuenta pesos, y se produce
el milagro: hay plaza. Así que me voy a México ya. 1.876
kilómetros. 24 horas de viaje. Un palizón, pero no me lo
pienso.
No podría hacerlo: no tengo otra alternativa. Me acerco al
hotel, recojo el trolley, y media hora antes de que salga el coche
de línea estoy otra vez en la estación. Subo al autobús, miro el
paisaje y empieza a llover. Un frenazo me despierta. Consulto el
cronómetro de mi reloj: veo que he dormido cuatro minutos, pero me
han parecido una eternidad. Observo que una joven madre está
cambiando el pañal al crío, mientras que el otro se entretiene
jugando con una pegatina.
En cambio, los otros cuatro chavales dormitan. Mi compañera de
viaje me habla del comandante Marcos. «No sé qué ha sido de él.
Tras aquellas semanas de gloria desapareció». Los kilómetros van
cayendo, no a mucha velocidad porque, la verdad sea dicha, el bus
no corre mucho. Uno de los dos conductores se ha metido en una
pequeña cabina, al lado del maletero, a echarse un sueño -si puede,
claro- de cuatro horas, pues hacen turnos de ese periodo de
tiempo.
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