Hace diez años el 77 por ciento de los jóvenes españoles se
consideraban católicos y hoy lo son menos del cincuenta por ciento,
en un proceso seguramente natural en el que la mayor parte de los
valores tradicionales van perdiendo fuerza ante una nueva
generación que cree, básicamente, en el aquí, el ahora y la
diversión.
No es extraño, aunque muchos quieran rasgarse las vestiduras.
Las creencias religiosas profundas nunca han sido patrimonio del
espíritu juvenil, que más bien se ha caracterizado siempre por la
constante interrogación, por cuestionarlo todo y por llevar la
contraria a los estamentos establecidos.
A pesar de ello, choca comprobar en una encuesta que la propia
juventud española se considera a sí misma «egoísta, consumista y
con poco sentido del deber», o sea, un desastre. Porque hemos de
suponer que son ellos los encargados de cambiar el mundo, o de
anhelarlo al menos. Así que, si su propia ambición consiste en
consumir y en divertirse, podemos esperar muy poco.
De cualquier forma, debemos felicitarnos por el hecho de que los
jóvenes acepten sin tapujos y sin complejos las diferencias y las
libertades. Y seguramente ahí está el origen de su progresivo
alejamiento de los postulados de la Iglesia católica: la firmeza de
las jerarquías a la hora de rechazar de plano asuntos como el
matrimonio homosexual, el uso del preservativo, el aborto y las
relaciones sexuales libres.
Difícil lo tendrá la Iglesia si pretende acercarse a esta
generación que apenas cree en nada. Claro que, quizá, según vayan
madurando, empiecen a comprobar que no todo vale y que hay otros
valores más allá de la simple y pura diversión, sean o no
coincidentes con los que promulga la religión.
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