La gravedad de lo que está sucediendo en las costas canarias ha provocado que el Gobierno español haya tenido que adoptar no sólo medidas de vigilancia para la detección de los cayucos que, un día sí y otro también, son rescatados por Salvamento Marítimo o arriban a puertos de las islas, sino que además se ha puesto en marcha el llamado Plan Àfrica, toda una ofensiva de carácter diplomático para tratar con países con los que el contacto ha sido, a lo largo de décadas, casi inexistente. Con ese despliegue se pretende concienciar a los Estados de procedencia de los inmigrantes subsaharianos y, en su caso, negociar contrapartidas que permitan que éstos controlen la emigración ilegal.
Por otro lado, la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega se entrevistó ayer con diferentes comisarios y con el presidente de la Comisión Europea para obtener ayuda de la Unión, tarea que va a requerir, como le hicieron saber, algo de tiempo.
Y, finalmente, por lo que respecta a la presencia de la Armada en aguas canarias, como reclamaba el lunes el Ejecutivo autonómico, ésta sólo podría tener una función disuasoria y apoyar en las labores humanitarias, algo que ha hecho hasta ahora, y poco más.
Ciertamente el problema es muy complejo y ya vimos lo que aconteció en las vallas fronterizas de Ceuta y Melilla, y lo que sigue sucediendo con las pateras en aguas del Estrecho. Pero la miseria y la esperanza de una vida mejor llevan a buscar vías de salida alternativas. Sólo la asunción, no ya sólo de España, sino de la comunidad internacional, de que hay que tratar el problema en sus mismos orígenes puede llevar a abordar el asunto como es debido. Para ello es imprescindible asumir que hay que dotar a los países de origen de los medios necesarios para explotar sus recursos y para que esto redunde en beneficio de todos sus ciudadanos.
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