No es nada fácil la vida en Àfrica. Y no lo es, sobre todo, en pueblos pequeños, como Lompoul sur le Mer, entre Dakar y Saint Louis "hasta donde se llega a través de una infernal carretera en cuanto a tráfico y peligros se refiere, sobre todo saliendo de la capital", donde hemos permanecido por espacio de una semana, y desde donde nos hemos desplazado a otras localidades, como la vecina Kebemer, que, aparte de ser algo mayor, se diferencia de ésta en que tiene discoteca, casino y cibercafé.
Porque por lo demás, es igual. Mucha gente ociosa, mucha suciedad por todas partes, tenderetes esparcidos a lo largo de la vía principal que huele a boñiga reseca de burra, con cabras y alguna que otra gallina buscando alimentos, amaneceres con jóvenes, y no tan jóvenes, algunos metidos en impermeables verdes, que caminan hacia la playa donde les aguarda el cayuco con el que saldrán a pasar un día más para, al regreso, vender parte de lo pescado en la misma playaÂ… Pero lo que se dice futuro, muy poco. Un joven músico de esta localidad, Daouda, conocido por 'el Rasta', musulmán, buena gente, consumidor de 'gancha' "porros en senegalés", suele decir que Àfrica es muy difícil. Y tiene razón. Aquí las cosas funcionan a otro ritmo. No hay prisas para nada. Pero, como hemos dicho, tampoco se ve que haya futuro, sino mucha rutina. Excesiva, tal vez. Pero el corazón de la gente es grande. Algunos no tienen nada, pero te abren las puertas de sus humildes chozas. A los Dentistas sobre Ruedas han pagado el que les hayan quitado el dolor con una sonrisa, que para estos casos es la única moneda de curso legal que conocen. También lo han hecho con huevos, como el viejo Moussa Ka, o con dos metros de tela, como Ndeye Ndoumbe Fall, con una simple carta de parte del jefe del distrito sanitario de Kebener, o con un Ba benen yon, («volved pronto»)...
Pero casi todos tienen un denominador común, una misma necesidad. Largarse. Irse a la tierra prometida. Alguien les ha contado que en la otra parte del mar, en Europa, está el paraíso, donde encontrarán lo que aquí no tienen. Pero nadie les ha dicho que el paraíso, que ni es tal como les han contado, tiene un precio llamado visado, que de forma oficial no se consigue así como así. Y como lograrlo extraoficialmente no está al alcance de sus bolsillos, optan por una tercera vía: el cayuco. Unos, con la bendición de sus familias, montan una especie de cooperativa para adquirir uno y también conseguir la gasolina que quemarán durante el viaje; otros pagan a un tercero, propietario de una embarcación, para que los lleve.
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