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Pasan tantos coches por la calle principal de Son Rapinya que, para poder cruzarla, tienes que apretar un botón en el semáforo para que la luz de los peatones se ponga verde. De lo contrario, se convierte en una gesta casi imposible. Tuve que hacerlo varias veces aquella tarde, bastante calurosa, por cierto, para salir a pasear. Me fijé en mucha gente que hacía lo mismo, seguramente porque las tiendas y las panaderías están casi todas en un mismo lado, mientras que en el otro, donde se levanta la pequeña iglesia, está el parque y algunas zonas ajardinadas bajo las viviendas más modernas.

Tengo la suerte de tener una amiga que ha vivido allí muchos años. En realidad habré estado en Son Rapinya en sus cumpleaños y poco másÂ… Así que antes de salir de casa la llamé para preguntarle por el barrio. Para ella no es un barrio, sino más bien su 'pueblecito'. Me recomendó visitar la zona antigua, las calles que están frente a la iglesia, que van a parar al campo. Le di al botón del semáforo y crucé. Estaba en la calle Formentera, que empieza con una hilera de plantas bajas. Limoneros, buganvillas, adelfas, laureles, cactus. Tras cada verja me ladró un perro de diferente tamaño. Muchos gatos corrieron a esconderse al verme pasar. Al final, unas escaleras y una pendiente conducían a un bosque. A lo lejos se veían los campos de golf de Son Vida. De pronto un perrito negro, delgado, empezó a correr y a saltar a mi alrededor. Le dije: «Vuelve a tu casa». Se encaramó a una pared. Yo regresé a la calle principal, al ruido de los coches y autobuses. Y volví a pulsar el botón.

Estaba en el parque, donde había muchos niños jugando y señoras sentadas en los bancos, charlando animadamente.
"Venimos aquí todas las tardes sin falta.
"¿Les gusta Son Rapinya? "les pregunté.
Una de ellas se adelantó:
"Me encanta. No me iría por ná. Ni si me sacara una lotería.
Las tres eran andaluzas, muy simpáticas.
"Pero yo tengo nueve mallorquines.
"¿Nueve hijos?
"Nueve.
"¿Y cuándo saldremos en la tele? "me preguntó su amiga.
Seguí por la misma acera, observando a la gente pasear. Y entonces sonaron las campanas de la iglesia y yo miré mi reloj. Eran las ocho menos cinco. Subí unas escaleras, me senté en una terracita de un bar y pedí un sandwich de nata helado. En aquel momento me acordé de los sábados por la tarde en el pueblecito de mi infancia: misa de ocho y media y helado en el bar.