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Tradicionalmente, una de las virtudes que se le presuponía a los políticos era la capacidad oratoria. Todavía se oyen ecos de aquellos políticos decimonónicos que destacaban como brillantes oradores desde las tribunas de entonces. Con el franquismo acabó todo aquello y la democracia tampoco nos ha traído demasiados aplausos en ese sentido.

Si hubo algún político que asombrara con su palabra en la transición ya lo hemos olvidado y en las últimas legislaturas lo que estamos viendo es una vulgarización de la política que empieza a ser preocupante.

Aun obviando el penoso asunto de la corrupción, que ya parece campar a sus anchas en casi todos los ámbitos de la política, si únicamente nos fijamos en el don de la palabra de que hacen gala nuestros representantes, la calificación que tendríamos que otorgarles sería más de un suspenso.

La última perla nos la ha regalado el catalanista Joan Tardà, que vuelve a levantar ampollas con sus declaraciones hablando de una Constitución corrupta y su soflama final de «¡muerte al Borbón!». Como mínimo, una falta de respeto y de oportunidad que por sí sola califica "o descalifica, en su caso" al individuo que lo suscribe. De parecido cariz fueron las palabras recientes de Pedro Castro, presidente de la Federación de Municipios, considerando a los votantes de la derecha «tontos de los cojones».

Llama la atención que políticos con la experiencia de estos dos se dejen todavía llevar por la euforia y la sinrazón cuando el ambiente está caldeado y se muestren incapaces de articular un discurso pensado, coherente y bien estructurado. Si personajes así tienen que representarnos y defender nuestros intereses, estamos apañados.