La escenificación de la 'Via Crucis' de Llorenç Moyá en las escaleras de la Catedral. | Joan Torres

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La lluvia puso en peligro, por momentos, la vigésimosexta representación, en Viernes Santo, del Via Crucis de Llorenç Moyà en las escaleras que conducen a la Catedral. No fue así, el chaparrón se quedó en eso, en una simple amenaza. Centenares de personas, entre ciudadanos y turistas -algunos de ellos sorprendidos por la multitud-, esperaban impacientes el inicio de este montaje lleno de pasión, dolor y martirio.


Con la Seu como escenario inmejorable para una función de esta magnitud, pasaban las 12.00 horas del mediodía cuando comenzaron a sonar los tambores que anunciaban la condena a muerte a Cristo, el Mesías. En ese instante, la pasión que se desprende del texto de Moyà se iba trasladando por momentos a todos los allí presentes.


«Ai, Marbre cast, intacte del pretori, tebi com l'alba i com el lliri, blanc». Con una lectura de este verso arrancó la obra. Los soldados, armados, guiaban brutalmente a Cristo y a los dos ladrones en su camino a la crucifixión. Un grupo de mujeres, entre las que se encontraban Maria, la Mare de Déu, y Verònica, su amiga fiel, les acompañaban. Junto a ellas caminaba Cirineu, un apoyo incansable para Maria.


Cargado con la cruz, Jesús era castigado por los soldados, quienes descargaron en él toda su ira a base de golpes y empujones, sin mostrar un ápice de compasión. Los llantos de las mujeres, sobre todo de Maria y Verònica, sonaban estremecedores y trasladaban un sentimiento de dolor que se palpaba a larga distancia.
Jesús, visiblemente derrotado y esperando el momento de su final, no sufrió una caída, sino que fueron tres las veces que a punto estuvo de no poder continuar con su periplo hacia su juicio final.


Escoltados por los guardias, los soldados llevaron a Jesús hacia el lugar de su muerte. Sólo Maria, Cirineu y Verònica, rotos por el dolor, pudieron acompañarle hasta el final. Entonces fue cuando Cristo resucitó. Con el rostro renovado y una mirada que transmitía templanza y felicidad, Jesús salió de la sepultura donde debía permanecer y se reencontró con su madre y sus fieles. La fe impregnó sus rostros, y sus miradas. El canto del Al·leluia puso fin a una muestra de religiosidad que arrancó el aplauso de todos los allí presentes.