Para Jorge Javier González las secuelas pasan por dificultades a la hora de caminar. | Pilar Pellicer

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«Es como si vas a 150 kilómetros por hora y te aparece un cartel de la Guardia Civil a 100 metros; lo primero que haces es intentar frenar. Nadie está preparado para que un día tu cabeza diga basta y tengas un ictus». Jorge Javier González tiene 65 años, hace dos, el 22 de diciembre de 2020, sufrió un ictus, como se conoce a la alteración súbita de la circulación de la sangre al cerebro. En el día mundial de esta enfermedad, que supone la segunda causa de muerte en España (la primera en mujeres), relata una historia, la suya, vista desde la esperanza.

Aquel día trabajaba. Jorge Javier es artesano aunque también hace trabajos de mantenimiento, lo suficiente para ir tirando. Sin aviso previo, de repente, «el brazo izquierdo se me caía y arrastraba la pierna». Se lo comentó a un amigo que le recomendó acudir en seguida al médico (en este punto es preciso recordar que ante una sospecha de ictus siempre debe llamarse al 061). Sin embargo, «no tenía ni idea de lo que podía ser» y fue al centro de salud. «Me dijeron que acudiera al hospital y, como no tengo familia, agarré el coche y me fui», relata. Por suerte llegó bien a Son Espases hasta que «en el pasillo tuve que pedir ayuda porque no me aguantaba». Se quedó ingresado en el hospital 20 días.

En España, cada año unas 130.000 personas padecen un ictus, el 30 % de éstas termina falleciendo y un 40% quedan con algún tipo de discapacidad. Según las estadísticas, Jorge Javier González tuvo suerte pero no se escapó de tener secuelas. Hace dos años no podía mover ni su brazo, ni su mano izquierda y arrastraba el pie. Ahora, sin embargo, «tengo alguna dificultad para caminar pero intento superarlo. Los impedimentos son parte de la vida, continuas y ya está».

Le ha costado un tiempo mentalizarse de que «hay que luchar y salir adelante, ganar o ganar». En este sentido la asociación Rehacer de personas con daño cerebral adquirido y sus familias ha tenido un papel relevante, «me abrieron las puertas en un momento en que yo las tenía cerradas», cuenta. Este testimonio critica la falta de humanidad, o quizás de tiempo, de un sistema sanitario finito donde se prescriben una serie de sesiones de fisioterapia y después viene el alta. «En los hospitales hay un límite», señala.

Por otra parte, más allá de las secuelas físicas, el ictus conlleva un importante daño emocional. «La cabeza es traicionera y te crees que estás al final del camino», no sólo quien lo sufre, también es el sentimiento de mucha gente alrededor que termina marchándose. En este sentido, «Rehacer te da otro punto de vista, estoy muy agradecido», explica González. En una entidad que acompaña y que llega donde la sanidad no alcanza, este paciente vio el camino a seguir. «Cuando estás solo o te entregas o luchas y yo decidí luchar, por eso estoy aquí».

En un momento de autoanálisis, Jorge Javier pensó que su afección se produjo por una cuestión emocional. Por un lado, «había fallecido mi madre, tenía complicaciones familiares...», explica. Por el otro, venía de un 2020 con varios meses de confinamiento por pandemia, «el Gobierno dijo que no se trabajaba más y a los que nos quedamos en la calle las empresas seguían llamando para que les pagaras ¿cómo, si no podías generar?». Más allá de factores de riesgo conocidos como el tabaquismo, el colesterol, la diabetes, la obesidad o las arritmias, González  destaca el estrés. «En esta sociedad no todo el mundo está preparado para enfrentarse a una economía truncada, un trabajo precario o a la soledad», señala.