El mallorquín rojo que luchó contra los nazis y acabó en un gulag con falangistas | CEDIDA POR ANTÒNIA FLORIT SANTANDREU

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El primer encuentro debió de ser tan frío como la vida en el campo de prisioneros soviético en el que, paradójicamente, acabaron encerrados tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Cuando el falangista José del Castillo, miembro de la División Azul, que lucharon con los nazis, escuchó hablar en castellano a un nuevo grupo de prisioneros llegados al gulag, les saludó efusivamente: «¡Viva España!». No hubo respuesta, solo silencio. Del Castillo no podía imaginar que los españoles recién llegados eran republicanos, algunos anarquistas, casi todos comunistas, sus mayores enemigos. Entre ellos había un izquierdista mallorquín, Sebastià Santandreu Sancho, que ha servido de inspiración para el periodista e historiador donostiarra Julen Berrueta a la hora de escribir su primera novela, Un amigo en el infierno. La odisea de un grupo de republicanos por la Europa de los totalitarismos (Espasa).

«El protagonista del libro, Alfredo Morales, es mallorquín porque la primera persona con la que hablé al indagar sobre la historia de estos hombres fue con la sobrina nieta de Sebastià Santandreu», explica por teléfono el autor. «Contacté con Antònia Florit Santandreu a través de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica y desde el primer momento me explica lo poco que sabían de él», comenta Berrueta. Santandreu nació en Palma en 1907, en el seno de una familia humilde. Era el segundo de cuatro hermanos que desde muy temprana edad se habían quedado huérfanos por parte de padre. Desde ese momento estaría muy unido a su hermano Miguel, al que seguiría a Barcelona en busca de trabajo, donde se sabe que se sindicó en la CNT. El golpe de estado de 1936 les cogería separados, pues el mayor vivía en Maó. La familia de Sebastià no sabría nada de él hasta 1942, tres años después del fin de la Guerra Civil. El mallorquín consiguió cartearse desde Berlín con la familia, que «especulaba que no podía expresarse libremente» debido al control nazi, apunta Berrueta. «Veían que quería dejar claro que él estaba bien», añade, y Miguel le envió una foto posando con su mujer y su hija, diciéndole que sería el padrino.

Sebastià llegó a responder en marzo de 1945, con el final de la guerra decidido, y aseguraba que volvería pronto a Mallorca. No supieron nunca más de él. El periodista comenta que gracias a la investigación de otros historiadores se sabe que acabó en el gulag y después de varios años de cautiverio aceptaría salir del campo de prisioneros con la condición de tener que vivir en la Unión Soviética sin la posibilidad de salir del país. «No debió poder contactar de nuevo, era algo común entre los que se quedaban», asegura Berrueta. Además, dice que lo más probable es que acabara residiendo en una colonia de españoles ubicada en Ucrania.

Sebastià acabó en el gulag después de haber ocupado la embajada franquista de Berlín ante el avance de Ejército Rojo. «Unos 35 republicanos la asaltaron e izaron la bandera tricolor, debió ser como conquistar un pedacito de la España franquista», afirma el autor. Todos habían sido mano de obra esclava de los nazis durante la guerra tras ser apresados por luchar contra el régimen. Los soviéticos no se fiaron de ellos y los mandaron al campo. Ahí tendrían que convivir con los falangistas, contra los que habían luchado varios años antes. «Supieron dejar a un lado sus diferencias para sobrevivir entre el frío, el hambre y las enfermedades, pero también hubo cierta amistad que se transmite en las memorias que dejaron escritas los divisionarios al volver a España», concluye.

El apunte

«No se puede hacer historia de manera imparcial»

«Tengo claro quiénes empezaron la guerra, quiénes trataron de frenar el golpe y quiénes fueron los vencidos. Hay que transmiritr lo que sucedió, pero no para juzgar», asegura Berrueta, que aboga por despolitizar la memoria, dejar de simplificar la historia y abrir todas las fosas comunes de España.