¿Qué es lo primero que recuerdas de la fábrica familiar?
Algo muy bonito. Para mí era como un parque de atracciones. Pegada a la fábrica hay una casa de campo a la que íbamos a comer los fines de semana. Allí teníamos un columpio que nos puso mi padre y también naves llenas de arena y grava. Con mis sobrinas nos imaginábamos en el desierto y nos tirábamos desde lo alto de las montañas de tierra. Desde el Puig de Sant Salvador se ve todo el terreno de la empresa y recuerdo a mi padre decir, con mucho orgullo, que aquello era «nuestra fábrica».
¿Cuándo tomas conciencia del impacto que tiene sobre el territorio el cemento producido en la empresa de tu padre y cómo manifestabas ese rechazo?
Me acuerdo de pequeña ir con mis padres en coche a ver una urbanización porque estaba hecha «con bloques nuestros». En la adolescencia empecé a tomar conciencia de que estas construcciones no eran para gente de aquí y que estaban destinadas al turismo. Me fui desmarcando, pero no lo hablaba con la familia. Mi padre era muy mayor porque nació en 1931 y mi hermana es de otra madre. Una de mis sobrinas, la de más edad, Maria Francisca, se politizó muchísimo y fue un referente cuando yo tenía 13 años. Era vegetariana, feminista, iba rapada y me hizo cuestionar muchas cosas. Un día decidí que ya no llevaría vaqueros, que usaría bombachos. Me puse una máscara. No quería que nadie supiera de mi relación con la fábrica.
Pero aun así te mantuviste vinculada.
En verano, en vez de estar en un bar o de monitora de tiempo libre, trabajaba de administrativa en la fábrica y atendía en el mostrador vendiendo grava y material de paleta. Eso fue con 16 y 17 años. Siempre he sido muy cumplidora y lo hacía al margen de mis ideas. A mi padre le tenía mucho respeto y hacía lo que me decía. Nunca me he posicionado en un extremo, así que no fui una rebelde sin causa. Mi padre entendía que pudiera no gustarme, pero me animaba a probarlo para saber cómo funcionaba todo aquello. Luego ya estudié la carrera de Terapia Ocupacional y el tercer año lo hice fuera, en México; escogí ese país por la Pachamama (ríe). Busqué un ideal: un lugar sin explotar y con una cultura indígena y lenguas muy arraigadas que habían sobrevivido a la colonización.
¿Y qué pasó después?
Hay un momento importante. Mi padre nos decía que podríamos ser parte del consejo de administración sin estar vinculadas directamente a la fábrica. Me daba vergüenza, pero quizás me salvaba el culo económicamente, me decía a mí misma. Ahora lo pienso y veo que lo magnificaba, porque no dejaba de ser una empresa de tamaño medio. El edificio de GESA está hecho con bloques Grimalt y es verdad que fueron pioneros porque tenían una tecnología muy avanzada. Mi padre era ingeniero sin haber estudiado en su vida. Una persona muy emprendedora e ingeniosa.
¿Cómo empezó el proceso de reconciliación?
Todo lo que cuento lo he reflexionado en lo últimos años, pero se destapó cuando tenía 23. De vuelta del aeropuerto, en el coche, me comunicaron que debía ser la administradora de la empresa por una cuestión logística. Lloré a saco. Al componerme, acepté con toda la culpa. ¿Qué podía hacer? No quedaba otra. Durante la cuarentena llegué a tener que ponerme al frente de la gerencia junto a mi sobrina pequeña. Estuve seis meses. A principios de 2023 ya vendimos la empresa a otra compañía que es de Mallorca.
De todo ese recorrido vital se nutre Espurnes i coralls.
Totalmente. En 2021 gané el concurso Sons de la Mediterrània, que me pedía hacer un disco de música de raíz. Y ahí pensé: ¿Cuál es mi raíz? No quería hacer música folklórica, y mi raíz son los ruidos de la fábrica, que es lo que escuché desde pequeña. Lo hice como un juego, no sabía que sería un proceso de reconciliación, pero los sonidos de las máquinas acabaron siendo las percusiones del disco. Estudié un máster de musicoterapia y vi que estaba haciéndome terapia a mí misma (ríe). Todo lo que consideraba oscuro y que había ensuciado parte de la isla, pasó a ser parte de mi música. Ya no tenemos la empresa, pero está en mi música. Simbólicamente, lo he transformado en otra cosa. He recogido y honrado el trabajo de mi padre.
El profesor de estudios Hispánicos Guillem Colom dice que las representaciones literarias y culturales de los últimos años evidencian la existencia de un trauma cultural asociado a las transformaciones desencadenadas por el turismo de masas en Mallorca. Con tu disco, sin embargo, sigues otro camino. Sin hablar explícitamente del turismo, reivindicas el legado paterno, que está vinculado a toda esa actividad. ¿Cómo lo interpretas?
No tenía la necesidad de hacer una crítica para otras personas. Tampoco quería dar explicaciones a nadie. Yo era la única persona a la que debía perdonar por todo esto. Lo había hecho demasiado grande en mi cabeza. Fue cuando mi padre se puso enfermo que empecé a darme cuenta. Igual hubiera sido una herida abierta toda la vida, pero la pude sanar. La etapa vital de la empresa me dio ansiedad, pero lo he entendido y me ha hecho ser como soy ahora. Lo que me pareció mágico es que el 31 de enero de 2023 pasaron tres cosas: salió mi disco en Spotify, firmé el contrato de venta de la empresa y los médicos nos dijeron que sedarían a mi padre. Esperó a morirse para ver completada la transformación y estaba contento de habernos «liberado» por la venta. En el mismo hospital le puse Vibrats i pretensats y al escuchar todo el disco me dijo: «Tu voz es muy bonita, pero las máquinas podrían sonar más fuerte».
Creo que el ejercicio introspectivo que has hecho va mucho más allá de un asunto personal. Como artista ayudas a encarar un debate que muchos mallorquines llevan largo tiempo evitando porque implica autocrítica. Muy pocos pueden presumir de no tener un vínculo con el turismo. ¿Has reflexionado sobre ello con gente que ha escuchado el álbum?
Una conocida que su familia tiene una empresa con varios barcos que pasean a turistas me comentó que había conectado mucho con el disco. También otra chica que su familia tiene un agroturismo. Todas, además, son artistas. Parece que las personas que tienen relación familiar con el negocio turístico se blanquean y no quieren demostrar que tienen ese vínculo. Antes de afrontarlo, te pones una mascara. Mucha gente se queda con la mascara y yo misma la he llevado puesta mucho tiempo. He salido de una industria, la del cemento, pero me he metido en otra industria, la musical, a la que te debes adaptar porque exige tiempos acelerados que impiden la introspección.
Negarse a uno mismo es lo peor que podemos hacer en cualquier aspecto vital y con esta obra te has liberado. ¿De qué manera te ha cambiado como artista?
Durante la segunda etapa de la gira, que ha durado dos años y culminó hace unas semanas con el concierto en la fábrica, ya he cambiado. Fui quitando frases oscuras de algunas canciones porque ya no las veía como cuando las escribí. Hacer cambios en los directos lo veo como algo sano y es una oportunidad para el que vaya a escucharme, porque podrá verme como soy en ese momento. Luego tendrá la opción de ir al disco inicial en Spotify. El viaje lo he vivido intensamente y me he involucrado tanto que cualquier cosa que me platee ahora no tendrá sentido. Por eso me dejaré un tiempo. En estos momentos estoy haciendo teatro y me dejo al servicio de otros, que me dirigen. Ya llegará el momento de hacer un segundo disco. O quizás no. No me exijo saberlo (sonríe).