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Garzón atribuye a los generales Jorge Rafael Videla y Leopoldo Fortunato Galtieri y al almirante Emilio Eduardo Massera, entre otros, un plan «cuya finalidad, apenas oculta pero principal, será la destrucción sistemática de personas que se oponen a la concepción de nación sostenida por aquellas».

Otros miembros de las juntas militares procesados son Omar Rubens Graffigna, Armando Lambruschini, Jorge Isaac Anaya, Basilio Lami Dozo, Cristino Nicolaides y Rubén Franco, este último por ser el máximo responsable del centro clandestino de detención que funcionó en la Escuela Mecánica de la Armada.

El único miembro aún vivo del máximo órgano de poder durante la dictadura que, aunque está imputado, no ha sido procesado es el representante de la Fuerza Aérea Augusto Hugues, porque no se han aportado «los suficientes elementos que justifiquen la medida», mientras que la responsabilidad penal de los fallecidos Roberto Viola y Orlando Agosti se declara extinguida. Entre los 98 nombres de presuntos represores aparecen, además, los del marino retirado Alfredo Ignacio Astiz, apodado «el ángel de la muerte» y Adolfo Francisco Scilingo, quien reconoció su participación en los llamados «vuelos de la muerte» y es el único de los 192 imputados en esta causa que se encuentra en España en libertad provisional.

En el auto se afirma que «durante todo el año 1975», los responsables militares de cada una de las armas del Ejército tomaron la decisión de derrocar a la presidenta María Estela Martínez de Perón mediante un golpe de Estado y diseñaron «un plan sistemático de desaparición y eliminación física de grupos de ciudadanos» en función de su ideología, raza o religión.

Garzón afirma que, junto a las detenciones, en Argentina se vivió «una realidad atroz, reflejada en la práctica sistemática de la tortura, el exterminio generalizado; los enterramientos en fosas comunes; los lanzamientos de cadáveres desde aeronaves -conocidos como «vuelos de la muerte»-; las cremaciones de cuerpos».