Una familia de inmigrantes recibe ayuda de la Cruz Roja en tierra de nadie.

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-¡Eh, oiga! Aquí no puede hacer ninguna foto.
Los tres hombres que estaban reparando su viejo conche junto a la valla metálica, tras observar al soldado, se me quedaron mirando. El militar español, cuyos rasgos indios denunciaba su procedencia, sin perderme de vista, adevertía que «como siga usted haciendo fotos, aviso a la Guardia Civil». A mi izquierda estaba la valla que por un extremo se perdía tras la primera curva que encontraba, unos doscientos metros más adelante, y por el otro desaparecía en el pronunciado badén que iniciaba su descenso cerca de la torreta de vigilancia.

Es una valla de nueve metros de alta, coronada por una concertina muy cortante que me recuerda a las que emergían cerca del Cheick Point Charlie de la puerta de Brademburgo, en Berlín, y que rodeaban su zona Este, o las que aislaban los penales de Starke y Tampa (Florida), donde estuve visitando a Joaquín José Martínez.

Vallas dobles, con un espacio de cinco o seis metros entre ambas, lo que supone un doble esfuerzo para quien trata de saltarlas -no hace muchos días, bastantes lo consiguieron-. Aunque habiendo llegado hasta allí, lo de menos es la valla, o las vallas, por muchas pequeñas cuchillas que lleven en el rodillo que las corona. Después de lo que han pasado casi todos: dejar a su familia, recorrer entre dos y tres mil kilómetros, muchos de ellos a pie, buscarse desde que entran en Marruecos por Mauritania un trabajo miserable que les proporcione unos dirham para seguir tirando, además de resolver mil problemas, sortear mil barricadas y sobrevivir a mil peligros.