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La deuda de los hogares españoles se ha disparado en el segundo trimestre de este año alcanzando los 651.168 millones de euros, lo que supone un incremento del 18 por ciento respecto del mismo periodo del año anterior.

Estas cifras evidencian la constante aceleración de la deuda de las familias, que se acerca paulatinamente a la barrera del 80 por ciento del PIB. Un aumento que encuentra su explicación en varios factores, entre los que destacan los bajos tipos de interés y la subida del precio de la vivienda, que obliga a los hogares a solicitar préstamos hipotecarios más altos. De hecho, el Banco de España considera que el motor principal del creciente endeudamiento familiar ha sido la fuerte expansión de la financiación para la adquisición de viviendas, normalmente con hipotecas contratadas a tipos de interés variable (este tipo de créditos suponen el 60 por ciento del total).

Según los datos hechos públicos por el Banco de España el endeudamiento de las familias vuelve a alcanzar su máximo histórico y supone el 77,4 del Producto Interior Bruto (PIB) de nuestro país.

Para tener una idea aproximada del meteórico incremento que ha sufrido la deuda de las familias españolas basta con remontarnos a los datos de ejercicios pasados. Si atendemos a las cifras registradas en 1997 la deuda de los hogares ascendía a poco más de 222.000 millones de euros, lo que supone que casi se ha triplicado desde entonces. El año pasado la deuda alcanzó los 580.174 millones de euros.

Pero no todos los datos que arroja el Banco de España son negativos, y si bien el débito de los hogares sube, su riqueza financiera neta también creció, concretamente un 3 por ciento durante el segundo trimestre de este año, situándose en un total de 785.576 millones de euros. Un crecimiento que se debe en gran parte a la recuperación de los activos en acciones y participaciones en fondos de inversión.

Un incremento que se ha producido tanto en los activos reales, mediante la adquisición y revalorización de viviendas, como en activos financieros, con una pérdida de importancia relativa del efectivo y los depósitos bancarios y un incremento de los instrumentos negociables (acciones, participaciones en fondos de inversión) y también, aunque en menor medida, de las reservas técnicas de seguros.