El compromiso con el feminismo y la pasión por la cultura fueron los ejes vitales de Carmen Alborch, una rebelde alegre y transgresora que desde su juventud se implicó en la lucha por la igualdad y ocupó espacios de poder cuando era extraño ver a mujeres en esos ámbitos.
Nacida el 31 de octubre de 1947 en un pequeño pueblo de la provincia de Valencia, Castelló de Rugat, ser la mayor de cuatro hermanos obligó a abrir caminos -como tantas veces haría en su vida- a quien en el colegio siempre levantaba la mano para cuestionar lo que se explicaba.
Su paso por la Universitat de València para estudiar Derecho, en cuya Facultad llegaría a ser decana con 37 años, marcó la experiencia vital de una joven que llegó a esas aulas en un momento en el que era extraño que las chicas estudiaran esa carrera, y que se sintió afortunada de pertenecer a la generación del 68.
Durante su etapa universitaria luchó desde el activismo y la rebeldía contra la dictadura y por la democracia, y además descubrió el feminismo cuando una compañera le prestó «El segundo sexo», de Simone de Beauvoir.
Un feminismo que, según confesaba, le cambió la vida y la llevó a implicarse en el nacimiento de las primeras asociaciones de mujeres a principios de los setenta, que reclamaban la despenalización del adulterio, del aborto o del divorcio, y a practicarlo con pasión también desde los espacios de poder donde estuvo.
Alborch entró en política en 1987, cuando a punto de irse a Nueva York para estudiar propiedad intelectual le llamó el entonces conseller de Cultura de la Generalitat Valenciana, Ciprià Císcar, para ofrecerle la dirección general de Cultura, y decidió cambiar el decanato de la Facultad de Derecho por la Conselleria.
Poco después pasó a dirigir un museo que daba sus primeros pasos, el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), donde apoyó las vanguardias y que dejó en 1993 para ser la primera ministra de Cultura de la democracia en el Ejecutivo de Felipe González en calidad de independiente, pues no se afilió al PSOE hasta el año 2000.
De esa etapa, en la que hubo quienes la calificaron como «ministra pop» o «ministra Almodóvar», recordaba los murmullos que se despertaron cuando llegó al Congreso de los Diputados con su melena rojiza, un rasgo que siempre la acompañaría, al igual que su amplia sonrisa.
Tras la derrota socialista de 1996, encadenó varias legislaturas como diputada y senadora, e incluso en 2007 el PSPV-PSOE la buscó para que su tirón popular derrotara en la alcaldía de Valencia a una Rita Barberá que llevaba dieciséis años de alcaldesa: un «efecto Alborch» que no se logró y que supuso un momento duro para ella.
En todas sus responsabilidades trabajó por avanzar en una igualdad donde todavía existen, según aseguraba, «las brechas y los infiernos», y de hecho confesó que la primera y la única vez que lloró en el Congreso de los Diputados fue cuando se aprobó la ley contra la violencia de género de 2004.
Dejó la primera línea de la política tras las elecciones generales de 2016 y se reincorporó como profesora honoraria a la Universitat de València, donde volvió a cerrar un círculo y desveló uno de sus aprendizajes vitales: «El profundo secreto de la alegría es la resistencia».
Autora de varios libros dedicados a las mujeres y el feminismo, como la trilogía que forman «Solas», «Malas» y «Libres», Carmen Alborch recibió numerosos galardones por su lucha por la igualdad, y en los últimos meses fue objeto de varios homenajes.
Entre ellos, el pasado 9 de octubre recogió la Alta Distinción de la Generalitat Valenciana, donde reivindicó que el feminismo debería ser declarado patrimonio inmaterial de la humanidad y confesó cuál sería su motivación vital «hasta el último suspiro y hasta el último día": luchar por hacer un mundo mejor.
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