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A mediados de los 50 aparece un libro de Gonzalo Torrente, hijo de Torrente Ballester, con el título de «Hombres varados». La acción pasa en Ibiza y hace referencia a una serie de hombres cuyo »varadero» es nuestra isla. Recalan aquí, vienen a recuperarse, a renovarse, a buscar nuevos horizontes, a recomponer su vida, a rehacerse, en una palabra, a «restaurarse». De la misma manera podría hablarse también de «mujeres varadas» en Ibiza, pues por las mismas fechas, a finales de los 50 y principios de los 60, aparecen en la isla una serie de señoras, la mayoría de familias conocidas, que no se sabe las razones que las impulsan a instalarse aquí, como si descubrieran un nuevo mundo donde volver a empezar sus vidas, y ésta es la tierra soñada. Recuerdo entre otras muchas a Fueny Martínez de Campos, hija de Duque de la Torre, Carmen Domecq, Nana Goyanes, hija de Benito Perojo, Lola de la Vega y Artiac, Carmen Carulla, etc. Destacando entre todas ellas por su belleza y personalidad, María del Perpetuo Socorro Fernández de Liencres y Elduayen, Marquesa de Nájera y Marquesa del Donadion. A ella voy a dedicarle la crónica de hoy.

Era hija deMarqués de Nájera, muy conocido en Málaga, pues fue un gran promotor de aquella costa malagueña. Fundó el Club de Golf de Guadalmina y diseñó el Club de Golf de Los Monteros, del cual fue director. A su hija nadie la conocía por sus apellidos, sino por su título, que hacía las veces de apellido, ni tampoco por su nombre verdadero, sino por Marita.

Marita Nájera era una mujer con una fuerte personalidad, yo diría que única. Vestía de una manera muy informal y muy personal, casi siempre con amplias faldas que eran auténticos refajos de payesa ibicenca, un capazo isleño, y muchas veces andaba descalza por el pueblo de San Antonio donde se instaló. Por aquel entonces hizo furor una película de Ava Gardner, «La condesa descalza», y mucha gente se refería a Marita con este apelativo, que a ella no le importaba. Los amigos la llamábamos todos Marita. No sé cómo, ni recuerdo cómo nos conocimos, pero lo cierto es que a pesar de nuestra diferencia hicimos una muy buena amistad. Había entre nosotros lo que hoy se diría, una buena química.

Marita era una belleza notable, yo diría que típicamente española. Era inteligente, brillante, culta, con un gran sentido de la amistad, enormemente generosa, una persona buena y con un encanto especial. No era nada snob ni clasista, hacía buenas migas con todo el mundo, de todas las clases sociales y de todas las edades. Fue una mujer que se adelantó a su tiempo: era abierta, progre y algo hippy antes de la aparición de los mismos. Tenía una conversación amena y divertida, y naturalmente, una mujer así no podía quedarse de brazos cruzados, ni tampoco abrir un bar, un restaurante o una boutique. Ella tenía que aportar algo nuevo, original y con su sello, y se le ocurrió nada más y nada menos, en aquella Ibiza sin turistas y sólo con algunos veraneantes y residentes, abrir un tablao flamenco en San Antonio con el nombre de «La Gitana».

Este local, junto con el bar Sandy''s en Santa Eulalia y el Lolas Club en Ibiza, fueron los tres locales más emblemáticos, especiales y con una clientela única, y además fueron un arma de promoción de un turismo de clase y selecto. Estos locales señalaron unas directrices de cómo tenían que hacerse las cosas en la isla, pero las semillas cayeron en terreno no abonado y nadie supo aprender la lección.

«La Gitana» fue un local puesto con gusto, con una atmósfera amistosa. La inauguración fue una fiesta sonada en aquel entonces y se convirtió en un centro social donde se encontraban los amigos sin citarse.

Una mujer como Marita no podía ser un fría mujer de negocios, sino una idealista empeñada en crear algo divertido, alegre y donde tomar una copa era un placer añadido.

Debido a sus largas estancias en Andalucía, entendía de flamenco auténtico, del puro, y por su tablao pasaron cuadros memorables, buenos cantaores, bailaores y guitarristas, pero curiosamente, después de ella nadie ha tenido el coraje de repetir la idea, lo que se ha traído después ha sido un flamenco para los turistas que confunden aplaudir con tocar palmas. Con «La Gitana» nació mi gran afición al buen flamenco y ello se lo debo a Marita, que además de saber bailar tenía grandes conocimientos sobre el flamenco. La existencia de «La Gitana» como tablao flamenco duró unos cuantos años, hasta que dejó el local en manos de sus hijos, que lo convirtieron en un divertido bar de copas, pero ya sin flamenco.