Cuatro testimonios sobre el día a día del confinamiento en soledad por el coronavirus. | Archivo

TW
0

Catalina Serra tiene más de 75 primaveras, año arriba, año abajo. Se ha visto obligada a cambiar sus rutinas hace ya 44 días, como todos en realidad. Y no deja de repetir que nunca se hubiera imaginado vivir una situación así. No sale de casa para nada: ni a hacer la compra ni a la peluquería, y esa cita era ineludible, apuntada semanalmente en el calendario que cuelga en su cocina. Por eso se niega a salir fotográficamente en este reportaje. «Estas canas solo las veo yo», recalca. Antes muerta que sencilla. Viuda desde hace cinco meses, sobrelleva el duelo como puede, «más de 60 años de matrimonio no se olvidan fácilmente», dice desde su terraza. Todo un tesoro en tiempos de coronavirus y confinamiento. Su día a día se mide en rutinas impuestas: ahora se levanta tarde, intenta ver poco la tele, «porque no hay más que desgracias, y no estamos para escuchar eso cada minuto», y da sus paseos matutinos por la terraza para mantenerse activa; incluso cuando la llaman por teléfono, ella sigue arriba y abajo. Ha dejado la casa como una patena, porque hasta la señora de la limpieza se niega a venir desde hace un mes por miedo a contagiarse. Espera la visita fugaz de su único hijo, un par de veces a la semana, que le trae la compra, y le recalca que limpie todo bien con lejía cuando él se vaya, incluso el suelo del pasillo que recorre desde el recibidor hasta la cocina donde deja las bolsas. Charlan un poco y se marcha lanzándole un beso de despedida. Cuarenta y cuatro días sin besos ni abrazos físicos suma ya. A las 20 horas sale a aplaudir, con la intención de apoyar a los sanitarios, y comprobar que cada vecino está ‘en su sitio'. No lo hace con ánimo intimidatorio, ni mucho menos, sino para confirmar que si están ahí, gozan de buena salud. Ya puede volver a entrar tranquila. Finalmente, habla por teléfono con su vecina y amiga, también viuda, que vive en el piso de abajo. Cuando comenzó el confinamiento decidieron dejar de ver los concursos de la tarde juntas, una tradición que suma más de una década, de acuerdo con sus respectivos hijos, por miedo al contagio. «Hasta eso nos han quitado, ya no tenemos ni el ¡Boom!. Llevamos más de un mes sin juntarnos. Quizá habrá que esperar a que acabe todo esto, ¿no?», pregunta, como queriendo autoafirmarse. Así que se conforman con la pantalla del móvil y saludarse desde el rellano, cada una en su puerta, sonrientes, separadas por apenas unos metros. Tan lejos, tan cerca. La distancia social se ha hecho kilométrica en tiempos de pandemia.

Confinamiento en soledad

Baleares cumplió este domingo 42 días de encierro. No importa el tamaño de la casa, ni si tiene terraza, un humilde balconcito o un entresuelo con poca luz. Tampoco si uno tiene compañía o no. Para todos igual. Según los últimos datos del INE, en Baleares hay más de 100.000 personas que viven solas; en Palma, por ejemplo, hay 44.200 hogares unipersonales, la mayoría mujeres mayores de 65 años. Psicólogos, terapeutas o coaches emocionales coinciden en recetar que en tiempos de coronavirus lo mejor es mantenerse conectados al resto, familiares, amigos o vecinos. Por eso no le debe extrañar a nadie que se haya disparado el trafico en las redes fijas de los operadores de telecomunicaciones y ha llevado a un fuerte repunte de las llamadas de voz, tanto en fijo como en móvil.

«La cuarentena puede ser una montaña rusa –señala Vicenç Colomar, terapeuta emocional–. Pero también una oportunidad para conocernos, comunicarnos con nosotros mismos y fluir. Ahora es cuestión de cada uno hacer algo con este tortazo en la cara metafórico que la vida nos ha dado. ¿Nos daremos cuenta de la importancia de esas cervezas que tomábamos con los amigos, y cuando podamos salir de nuevo a la calle, lo haremos quitándole el sonido al móvil y atendiendo a lo que nos cuentan? Sería bueno hacer un reset, construir nuevos patrones de conducta y valorar lo que tenemos a nuestro alrededor», añade Colomar. ¿Seremos capaces?

Ph16042022-04.jpg

Concha Tejada, 44 días confinada.

Concha Tejada está aislada en un pisito de 50 metros. Pero tan a gusto. Su día a día no ha variado mucho. Tiene 47 años y trabaja como freelance de contenidos y diseño, lo que significa pasar horas y horas encerrada. Respira tranquila porque los suyos están bien. Su padre, que había estado ingresado, con problemas de riñón, salió de Son Espases unos días antes de anunciarse el Estado de alarma. Por eso, siendo una persona de riesgo, lleva desde el viernes 13 de marzo sin verlos, pero hablando con ellos a diario. Lo mismo sucede con su novio, con el que ha iniciado una relación hace solo unos meses. Decidieron de mutuo acuerdo pasar la cuarentena cada uno en su casa. No era momento de experimentos. Pero como si convivieran bajo el mismo techo. Comen y cenan al mismo tiempo, con la pantalla de por medio, eso sí, pero juntos; incluso han leído el mismo libro a la vez, Momo, de Michael Ende. Los abrazos y besos, por el momento, son virtuales, ya llegarán tiempos mejores.

Noticias relacionadas

Curioso resulta que el encierro haga aflorar la parte mas positiva de Concha. Por un lado, se ha reencontrado con amigas de la universidad a las que hacía siglos que no veía, y ya han hecho una quedada de sábado virtual para tomar unos vinos. Ademas, dando rienda suelta a su creatividad, ha creado un calendario descargable en su web para que la gente apunte las alternativas de ocio on line que le interesan, así como otro que ha llamado ‘la flor de las emociones', con 31 pétalos para que la gente los pinte con el color del sentimiento que tenga cada día del confinamiento. «No sé si este tiempo distanciados es algo perdido o no, pero creo que valoraré todo mucho más cuando vea a los míos cara a cara», finaliza.

Cambio de vida

Rocío Angulo, una granadina que lleva seis años residiendo en Mallorca, se ha visto obligada a afrontar toda una serie de cambios en las últimas semanas. Trabaja en formación dual en una asociación de personas con discapacidad y ha pasado 22 días en solitario aislamiento, si descontamos a su perro, que para Rocío ha sido un apoyo indispensable. Confiesa que el encierro ha sido duro, «me he llegado a saturar, pero también he intentado conocerme un poco más. Y doy gracias por estar sola, no me gusta pagar mi frustración con nadie, ni que otros lo hagan conmigo», dice. Bailar en casa, hacer deporte y hablar con sus padres vía skype, por fin se han animado a abrirse una cuenta, son las partes más positivas de estas semanas, que también le han traído un cambio de trabajo. Desde hace unos días ha abandonado el confinamiento para trabajar en acompañamiento en vivienda a personas con problemas de salud mental. Cambia las horas en casa, por estar con otras personas en su domicilio. «Al menos –asegura–, me siento útil». ¿Qué hará cuando acabe el estado de alarma? Ver a su familia y disfrutar.

Rocío Angulo, 22 días confinada.

Gemma Panadés, coach emocional, asevera que, aunque estemos solos, «esta época hace que emane una energía capaz de mantenernos muy cerca de los nuestros», al tiempo que quita hierro al carrusel de sentimientos que vivimos: «A veces es bueno bajar al sótano emocional y sentir el vacío para subir luego a ‘esa terraza'. Todo forma parte del aprendizaje, y para encontrar la luz interior necesitamos ese aprendizaje. Disfrutemos el camino y saquemos las cosas positivas».

Miriam Olivencia, 44 días confinada

Miriam Olivencia, una argentina de Mendoza que lleva más de 30 años en Mallorca, habla del confinamiento como «una experiencia de vida más», y recuerda que la educación que le proporcionó su padre, un hombre que subió el Aconcagua y le enseñó a ser autosuficiente, le está ayudando a sobrellevar la situación. «Los niños crecen escuchando cuentos de hadas al irse a dormir, mientras que yo cerraba los ojos oyendo hablar de misiones a la Antártida», recuerda Miriam con nostalgia. También debe ayudar que esta mujer trabajara en el mar como patrona de barcos, viviendo y durmiendo en cabinas minúsculas. Su casa, hoy en día, debe parecerle un palacio, en el que no se pone rutinas, ya ha tenido muchas hasta jubilarse. Solo espera que los aplausos diarios que oye desde su ventana sirvan para algo más que apoyar a los sanitarios, que lo hagan siempre. Mientras, espera tiempos mejores con total resignación, y esperanza.