El promotor de espectáculos Sandro Fantini. | Jaume Morey

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Charles Chaplin, Elke Sommers, Errol Flynn, Elizabeth Taylor, Truman Capote y otras estrellas de un pasado aun resplandeciente nadaron en champagne en su salón. Tito's supo envolverse en un clima de apogeo hedonista, catalizador de grandes fortunas. Alejado de la imagen anacrónica del No-Do, este desdibujado punto de la plaza Gomila se convirtió en el club más singular, sofisticado y exclusivo de Europa. «Del mundo», me corrige Sandro Fantini –promotor de espectáculos de la época– mientras me atraviesa con la mirada, fijando su retina a años luz, sobre una época que palpita muy viva en su interior.

Se expresa con vehemencia, intenta no melancolizar su discurso. Fueron sus mejores días y, ya saben, toda buena historia merece ser adornada… Aunque la de Tito's no precisa de liftings. Sus sesiones de teatro ligero, cabaret y música inventaron la mejor forma de pasar la noche sin dormir. Un estilo de vida que cumple un siglo, lo corrobora Fantini, ubicando su apertura «en marzo de 1923». Nuestro protagonista revive la historia de esta sala, foco de glamour y modernidad durante una época de apertura y cambios.

A diferencia de otros templos del ocio nocturno como Bocaccio, en Barcelona, que asumían un papel en el desarrollo social, cultural y político, aglutinando a intelectuales de izquierdas y fomentando una creatividad que estaba cambiando la forma de ser y pensar, Tito's era un espacio apolítico consagrado exclusivamente al esparcimiento. Punto de reunión de una generación de profesionales liberales que destacaban en sus respectivos campos. Músicos, actores, pintores, diseñadores y escritores alternaban con la burguesía llegada de todos los rincones del planeta. Se encontraban, conversaban y conectaban entre ellos. «Si las paredes hablasen...», suspira Fantini, al tiempo que inicia un recorrido mental por la extraordinaria galería de artistas que dejó su impronta en el local: «Ray Charles, Camilo Sesto, Françoise Hardy, The Shadows, Mina, Dusty Springfield, Marlene Dietrich y muchos otros», nombres que dieron vuelo a esta sala pionera en la creación de una imagen de marca. «Había unas chicas muy simpáticas que tomaban fotografías de los clientes para que pudieran tener un recuerdo de su paso por allí», agrega.

Tras su apertura, Tito's pasó por diferentes manos hasta ser adquirida por Antonio Ferrer en 1957, «bajo su dirección se convirtió en un referente de la noche». Abrazada al éxito, el reto era alcanzar la excelencia. Llegó en 1966, «cuando se cubrió una parte de la terraza y empezó a llegar turismo de mucha calidad, a partir de ese momento fue considerada la primera sala de fiestas del mundo». Explica Fantini que la gente se arremolinaba en sus aledaños para asistir al desfile de «señores con esmoquin y señoras vestidas de gala». Las terrazas del Bar Mónaco y el restaurante Antonio «siempre estaban repletas de curiosos». Por entonces, Plaça Gomila era un crisol cultural, «allí se juntaban hippies melenudos y gente en bañador que venía de la playa con la toalla en el cuello».

Poderío

En cuanto al poderío económico de su clientela, basta una anéc- dota para entender lo que allí se cocía: «Mister Sheaffer, propieta- rio de las plumas Sheaffer, era cliente asiduo del Hotel Victoria, y el día de su cumpleaños decía ‘mestre Tomeu, please, caviar and champagne for everyone'. Este señor si se encontraba en Tito's a algún cliente del hotel le invitaba a todo. Era otro tipo de clientela».

Durante años, Tito's resistió los achaques y mantuvo el tipo, «había que pagar muchos salarios», hasta que fue languideciendo para acabar formando parte del imperio Cursach. «Su caché como sala de fiestas lo perdió el mismo día que pasó a ser discoteca. Aunque tengo que decir que el Grupo Cursach convirtió a Tito's en una discoteca de referencia» –Cursach vendió Tito's en 2020, y Lío Mallorca ocupará ahora ese espacio–.Y aquél reducto de hedonismo, éxtasis y libertad, que desde su inauguración lució el marchamo de legendario, marco de tertulias, cabaret y baile, bajó la persiana para transformarse en un reclamo de juventud apto para todos los bolsillos, mientras en su trastienda se desvanecían los ecos de los rostros que vivieron –y se bebieron– una Mallorca que cada vez queda más desdibujada en el retrovisor.