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El rey de Marruecos, Mohamed VI, se ha mostrado dispuesto a iniciar una «etapa inédita» en las relaciones de su país con España. Es un modo muy explícito de dejar atrás la grave crisis institucional y diplomática abierta el pasado mes de abril a raíz de la atención sanitaria que se prestó en nuestro país a Brahim Ghali, dirigente del Frente Polisario. La reacción marroquí entonces fue propiciar los asaltos masivos de las fronteras con Ceuta y Melilla que provocaron la entrada de millares de inmigrantes ilegales; muchos de ellos adolescentes, cuya repatriación se ha iniciado en las últimas semanas por parte del Ministerio del Interior.

Vecino incómodo pero necesario.

Las relaciones de España y Marruecos siempre han estado enmarcadas en un clima de inestabilidad debido, en buena medida, a la periódica reivindicación de Ceuta y Melilla por parte del Gobierno marroquí; un tema que siempre genera incomodidad en Madrid. La cuestión del Sahara es otro de los asuntos enquistados en la diplomacia bilateral porque España apoya la celebración del referéndum de autodeterminación que exigen las Naciones Unidas. Sin embargo, en el otro plazo de la balanza figuran las importantísimas inversiones españolas en Marruecos, que abarcan casi todos los sectores productivos y que en los últimos años han aumentado de manera casi exponencial.

Condenados a entendernos.

El gesto de Mohamed VI permite recuperar la normalidad de las relaciones y del entendimiento entre Marruecos y España; un clima que nunca debería haberse roto. Ambos países comparten una posición geoestratégica común en el Mediterráneo y su interdependencia es creciente en todos los órdenes, no sólo en materia económica. La comunidad marroquí es una de las más numerosas en Balears, por eso el anuncio tiene una especial trascendencia por su impacto social.