Los partidos, que son imprescindibles para la democracia, su oxígeno, han derivado a lo largo de estas décadas en agencias de colocación que luchan sin escrúpulos por el poder, gavillas que despilfarran y desangran a los ciudadanos. Han confundido los tres poderes y lo monopolizan hasta el punto de coartar el ejercicio de los derechos de los ciudadanos. Decía Madariaga que el político se debe a lo útil, pero para su mayoría lo útil es su propio beneficio y el del partido, no el interés general. En consecuencia, los ciudadanos desconfían de ellos y así se ha destruido el mito de la representación.
La mayoría de las personas de valía y honestas, que en nuestra sociedad hay de sobra y brillan en todos los campos, desde la ciencia al deporte pasando por el arte, empresa, etc., buscan desarrollar su proyecto de vida lejos de esas jaurías depredadoras, mientras que los mediocres y oportunistas, la mayoría, persiguen una forma de vida con la mínima preparación y esfuerzo y suelen relegar a los más capaces e íntegros.
Como las democracias son débiles por naturaleza, la nuestra siente en sus vigas, los partidos, la aluminosis de la desafección. Cs atrajo a quienes, hartos de corrupción, vieron en él, además de la limpieza moral, un dique de resistencia en territorio hostil ante la tolerancia de los grandes partidos con el separatismo. Pero ha acabado sumergido en el magma donde la traición y la mentira son moneda corriente. Se ha vendido al peor postor posible, se ha aliado con los intereses más dañinos para la nación a cambio de un lugar al sol.
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