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Un amigo mío del Véneto me habla de la soledad de Venecia. Las ciudades están tristes y no entienden nada. No saben por qué los comercios bajan sus persianas, se cierran locales, la gente recorre las calles con expresión seria y mascarilla. Me explica que sin turistas Venecia no podrá sobrevivir. Puede que su belleza sobrecogedora, capaz de dejarnos sin aliento, necesite ser contemplada para existir.

Recuerdo los pequeños canales, las plazoletas, las iglesias y los palacios. Los recuerdo con añoranza porque la magia de Venecia perdura en mi pensamiento y me llena de paz. Vivimos tiempos de melancolía, cuando la COVID nos impide regresar a los lugares que amamos. Nos refugiamos en nuestras casas, donde nos protegemos de la hostilidad del mundo exterior, pero también en la naturaleza. Hacemos escapadas para contemplar el mar, que abre nuestras miradas permitiéndonos respirar hondo, o vamos a las montañas, donde encontramos todos los verdes del mundo. Nuestros hogares y la naturaleza son refugio en tiempos de pandemia.

Las ciudades se quedan desiertas. No invitan al paseo. Me encantaba perderme en una ciudad, descubrir sus misterios, aquellos lugares que no aparecen en las guías turísticas pero que son el latido de una geografía. Esa esencia única hecha de memoria y piedras, de edificios y jardines, de museos y bares.

Mi amigo del Véneto sufre por Venecia. Hay escenarios demasiado espléndidos para vivir sin espectadores. La plaza de San Marcos invita a la contemplación, al encuentro, a las fotografías, a las ganas de vivir. Las ciudades bellas despiertan nuestras miradas.
Palma también está triste. Me pregunto si volverá a ser el lugar amable, acogedor, donde el tiempo se detiene en un paseo. No sé si volveré algún día a Venecia. De momento, las ciudades que amamos están medio adormecidas, y esperan que volvamos a buscarlas. Sus recuerdos nos acompañan y sonreímos al evocar todos los tesoros que nos ofrecieron. Si fuimos felices en ellas, jamás podremos olvidarlas.