Cuando ir al cine era normal, cada salida se convertía en un ritual de gestos y actitudes conocidos, que repetíamos con frecuencia porque formaban parte de nuestros hábitos. Ver una película en gran pantalla, comiendo palomitas, con la sensación de que habitábamos un espacio confortable, hecho de silencios y murmullos, podía alegrar la tarde de un domingo de invierno o aliviar los calores excesivos de las horas duras de nuestros veranos. Siempre resultaba reconfortante.
Los cines de toda la vida fueron desapareciendo a medida que surgían las grandes salas multicine, mucho más modernas pero también más impersonales. La irrupción de las ofertas de películas en casa o la adición de muchos a las series fueron obstáculos para las salidas al cine de toda la vida. Sin embargo, la COVID marca un antes y un después a la época de nuestras salidas cinematográficas.
¿Os acordáis del Cine Lumiere? ¿Y del Metropolitan? Ambos cines forman parte del paisaje de Palma y de nuestras vidas. Me acuerdo de mi abuela llevándonos al Cine Lumiere a ver una película. Se vestía como si fuese a asistir a una gran fiesta. Lo disfrutábamos con intensidad, como se saborean los pequeños placeres de la vida. Ahora el Cine Lumiere se alquila por cinco mil euros al mes. La publicidad indica que es un espacio muy apropiado para comercios, supermercados o gimnasios.
No puedo evitar lamentarlo. Es una pena que aquellos cines de Palma, singulares y próximos, desaparezcan. Me explican que el interior es un escenario ruinoso, una sombra del lugar favorecedor de sueños que fue una vez. Cada lugar de Palma donde pasamos buenos momentos forma parte de nuestra historia individual y colectiva. Ser testigo de su pérdida es triste.
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