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El otro día, por una de esas curiosas e imprevistas circunstancias de la vida, tuve que volver a tomar un autobús municipal, cosa que quien más quien menos procura evitar a raíz de la psicosis pandémica… excepto aquellos que no pueden hacerlo porque no tienen otro remedio, por supuesto. Y precisamente, en ellos pensaba cuando me subí a uno de los nuevos autobuses que tan orgullosamente se inauguraron hace poco, después de toda esa reforma (previa a la pandemia, no se nos olvide) en la que se cambiaron líneas y paradas y frecuencias y trayectos, y a la que ahora se han sumado nuevos vehículos. Y después de encajar mi cuerpo como mejor pude en unos asientos que (parecía imposible) son aún más rígidos e incómodos que los anteriores, no pude evitar llegar a la conclusión de que una vez más, en la ciudad que habito estamos a la vanguardia de una nueva modalidad de perversión sexual, como es el sadomasoquismo de autobús. Porque en el caso de tener alternativa, desde luego hay que ser masoquista para intentar semejante aventura, y como precisamente quien no tiene más remedio que sufrir estas incomodidades lo hace porque no tiene alternativa, sin duda, quienes se encargan de que las cosas sean como son, muestran una afición sádica a que todo sea cada vez peor para todo el mundo. Pero eso sí, por favor: que no se note nada de todo esto y que a nadie se le ocurra decirlo en voz alta, que las formas hay que guardarlas, y el decoro, aunque incómodo, siempre es lo más importante.