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En noviembre de 1975, el ‘hermano' del entonces príncipe Juan Carlos, monarca in pectore de España, Hasán II de Marruecos, aprovechando el vacío institucional derivado de la agonía de Francisco Franco, organizó la invasión de la entonces provincia africana del Sáhara español, respaldado por las diplomacias estadounidense y francesa. A la sazón, con una jefatura del Estado ocupada interinamente por quien llegaría a ser rey solo dos semanas después, y presidiendo el gobierno un Arias Navarro sobrepasado por los acontecimientos, España se bajó literalmente los pantalones y consintió que un proceso de descolonización acordado por la ONU en 1970 se convirtiese en una ilegal cesión de soberanía –no reconocida nunca oficialmente– a favor de un Estado creado a mediados del siglo XX como consecuencia de los intereses estratégicos de la época en el Magreb.


La ‘tradicional amistad' entre nuestras naciones se reveló entonces como un ejercicio de deslealtad constante y absoluta por parte marroquí y una innumerable lista de concesiones sociales, económicas y políticas por parte española.

España es la válvula de presión con la que Mohamed VI alivia las penosas condiciones en que mantiene a los rifeños, es decir, a los habitantes de origen bereber de lo que en su día fue el Protectorado Español de Marruecos, que ni siquiera considera como verdaderos marroquíes. El Rif es la parte pobre de un país empobrecido por la corrupción y la acumulación de intereses y riqueza en manos de unos pocos. No es extraño, pues, que los rifeños anhelen emigrar a España, con la que no solo tienen vínculos afectivos, históricos y culturales, sino la promesa de un porvenir mejor que, bajo soberanía marroquí, jamás se les ofrecerá.

Como su padre, Mohamed VI ha olido la sangre, la debilidad manifiesta de un gobierno español en la picota, dependiente para subsistir del independentismo catalán y vasco, y que acaba de recibir un tremendo varapalo en las urnas. Por si fuera poco, un gobierno torpe que no mide las consecuencias de sus actos, no tanto porque el pretexto de Marruecos para lanzar contra la frontera de Ceuta a miles de sus ciudadanos jugando con sus vidas tenga el más mínimo sostén diplomático, sino porque, conociendo a nuestro vecino, era previsible su ominosa reacción.

España acoge a cerca de un millón de marroquíes, con quienes convivimos y trabajamos, un fenómeno de tan solo veinte años de vigencia y que no está exento de lógicos problemas de encaje cultural y social.

EEUU seguirá jugando la baza de Marruecos como su principal aliado en el norte de África, por lo que nada podemos esperar de Biden. Francia defiende sus intereses nacionales por delante de los de una Unión Europea cada vez más desprestigiada.


En este contexto, España debiera, al menos, aprender de la desastrosa experiencia social francesa y usar a favor de nuestros intereses a los ciudadanos de Marruecos que viven entre nosotros.