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Nadie puede decir: «Jesús es el Señor» sin el impulso del Espíritu Santo. Este impulso nos conduce a la experiencia de la fe en la simplicidad e inmensidad del misterio divino que se ha revelado como trinitario: cuando pienso en la creación pienso en Dios Padre; cuando pienso en la redención pienso en Dios Hijo; cuando pienso en la santificación o vivencia espiritual y cristiana en mi vida, pienso en Dios Espíritu Santo. La liturgia del Domingo de Pentecostés nos pone en contacto con aquel día en que, con un signo extraordinario, la Iglesia se puso en marcha, después de haber recibido de su Señor la misión que le dio identidad: «Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio a toda criatura» (cf. Mc 16, 15). «Y sabed que yo estoy con vosotros hasta el final de los tiempos» (cf. Mt 28,21). La venida portentosa del Espíritu Santo aconteció en el justo momento en que los apóstoles estaban en oración… A los pies del Sinaí, los hebreos con Moisés fueron constituidos como pueblo, al amparo de la antigua Alianza de la ley. En la intimidad del cenáculo y después en las calles de Jerusalén los cristianos fueron constituidos como pueblo de Dios en marcha al amparo de la nueva Alianza de la gracia… A la luz de Pentecostés existe una relación íntima entre oración, Espíritu Santo y la acción testimonial cristiana.