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Un día sí y otro también, leemos en los periódicos, escuchamos por la televisión o la radio, el número de inmigrantes ahogados en el mar. Las bandas de traficantes de seres humanos son el mayor turoperador del mundo. Mujeres y niños también son bienvenidos en el cayuco. Previo pago, claro.

Estas noticias de decenas de ahogados no llaman la atención. No hay nombres. Tampoco habrá lápidas. Ni responsos. Son tragedias repetidas que los medios las rechazan sucintamente. No nos conmueven porque son invisibles.

Un pasaje en patera desde Marruecos no baja de los dos mil euros. Si arrancas desde más abajo, de Gambia, Costa de Marfil, o el Congo… puede llegar a los seis mil. A veces toda una familia empeña todo lo que tiene para pagar el pasaje al primer mundo, a uno de los suyos, el más capaz. No viajan los más pobres, sino los que disponen de unos mínimos para soñar con prosperar. Al final, si superan la ruleta de la travesía, les espera un mundo de paro, venta ambulante o trabajos físicos que los europeos ya no quieren hacer. Algunos acaban en la mendicidad, la prostitución o el trapicheo. La frase del filósofo inglés es una realidad: «El hombre es un lobo para el hombre».