Por imperativo de la edad, cada vez quedamos menos de los que participamos en mayor o menor medida en la apasionante tarea de llevar a cabo la Transición. Para empujarnos un poco más, parió la abuela en forma de COVID-19, que se ha encargado de aligerar esa lista. El Gobierno, cicatero y falso, les falta el respeto a buena parte de ellos al negarles la condición de víctimas de la pandemia con tal de ocultar las vergüenzas de hacer pódium mundial. Son más de 130.000 los fallecidos que certifica el INE o el Instituto Carlos III, en su gran mayoría pertenecientes a la generación del 75, los que vivimos la mitad de nuestra vida bajo la dictadura y la otra mitad en libertad.
El escenario de nuestra infancia se desarrolló en ciudades tristes, grises y oscuras en las que la pobreza, el estraperlo, el tifus, la tisis, los sabañones, los piojos anidando en las cabelleras de los chavales, la prostitución de subsistencia y el hambre campaban por sus respetos. Viudas por doquier, viudas de luto con la vida rota y otras que esperaban a sus maridos sin querer aceptar que también eran viudas; analfabetos, muchos, tantos como curas de sotana y teja y monjas con hábito largo y toca blanca con alas almidonadas. Internados de huérfanos donde las viudas se apresuraban a depositar a sus hijos; sueldos míseros, economatos, pan negro y boniatos. Las mujeres con medias y velo negros atestando las iglesias.
Somos aquellos que pasamos la adolescencia en un mundo sin aviones, sin automóviles en las calles, sin televisor, sin electrodomésticos, sin ducha ni agua caliente, sin fines de semana, sin ordenadores, que entonces suplían la tiza, la pizarra y el pizarrín, sin antibióticos, con un nivel de vida más bajo que el más bajo de hoy.
Podemos decir que a lo largo de nuestros años hemos vivido dos formas de vida diferentes, en dos sociedades completamente opuestas. Hemos sido sometidos a permanentes procesos de ajustes adaptativos en educación, costumbres, modas, gustos, lenguaje, relaciones interpersonales, prácticas sociales...
Con la llegada del nuevo régimen político, se tuvo que modificar todo el entramado legal, incluso la escala de valores, lo que produjo desajustes y tensiones en la adaptación a las nuevas circunstancias políticas y sociales. Nos tocaron tiempos en los que se condenaban y perseguían conductas y costumbres que luego resultaron normales y respetables, y las mujeres pasaron de ser poco menos que unas siervas a que se reconociera la igualdad entre los sexos. Entre nuestros nietos y nosotros puede haber muchas más diferencias que entre nosotros y nuestros antepasados de hace unos cuantos siglos. Esos cambios tan profundos, rápidos e intensos, han influido, sin duda, en diferentes facetas de nuestra personalidad.
Así, por encima, podemos decir que desde que nacimos hasta ahora España casi ha duplicado la población, ha abandonado el campo y se ha concentrado en las ciudades. Pasamos de padecer en nuestros primeros años el mínimo consumo de una sociedad empobrecida a la sociedad actual, en la que la gran mayoría de la población tiene a su alcance toda clase de bienes de consumo.
En el último tramo de nuestra vida aún nos ha dado tiempo para estar viviendo la explosión de toda clase de derechos, el envejecimiento de la población, la precariedad del empleo, que nos crea incertidumbre y preocupación por el porvenir nuestros hijos y nietos, la omnipresencia de la tecnología, que ha cambiado la forma de estudiar, de trabajar, de relacionarse, de pensar… y que nos obliga a pedirles a nuestros nietos, que nos echen una mano con el ordenador. Y como último fenómeno, por ahora, el desafío medioambiental.
El resumen de toda esa vida revolucionada, tenemos que admitir que ha sido positivo. Hemos tenido la suerte de ser la primera generación de españoles en la historia contemporánea, que, aunque apechugamos con las consecuencias de la Guerra Civil, no hemos conocido la guerra. Y en el aspecto social siempre hemos ido de menos a más.
Esta generación siente la amargura de dejar a sus hijos y nietos un país que chapotea en la vulgaridad estética y moral, con una estructura disfuncional e insostenible, un Gobierno apoyado por grupos cuyo objetivo es tumbar el sistema del 78 que con tanto esfuerzo nos dimos; con las libertades recortadas, los poderes del Estado confundidos, la monarquía acosada y la ciudadanía desmoralizada.
Los viejos rockeros dejamos en marcha un proceso de involución cuyo objetivo no es otro que destruir el orden constitucional.
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